París, diciembre del 2022: un tiroteo posiblemente motivado por el racismo dejó tres personas muertas y cuatro heridas en un centro comunitario Kurdo. Inmediatamente después se desataron protestas violentas en la ciudad, motivadas por la indignación del ataque, con manifestantes que causaron incendios y destruyeron propiedad pública y privada a su paso. La policía francesa tuvo que intervenir con bombas lacrimógenas.
Manifestantes muertos: cero.
Brasilia, enero del 2023: miles de personas ingresaron de forma violenta a las sedes principales de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, con la intención clara e inequívoca de derrocar al gobierno democráticamente elegido el año pasado. Los manifestantes destruyeron infraestructura pública e incluso hay videos gráficos de personas haciendo sus necesidades en los edificios gubernamentales. La policía intervino para detener el ataque y más de mil personas fueron arrestadas.
Manifestantes muertos: cero.
En un estado democrático, como se supone que es el nuestro, están protegidos varios derechos fundamentales, incluyendo la vida, la protesta y la propiedad privada. Las protecciones a estos no son (ni pueden ser) excluyentes entre sí, sino que se deben tomar las medidas idóneas, necesarias y proporcionales para proteger todos los derechos al mismo tiempo. Sin embargo, en nuestro país está sucediendo algo diferente. En un mes de violentas protestas tras el fallido intento de golpe de Estado promovido por Pedro Castillo, se cuentan al menos 45 manifestantes muertos.
Algunos de los argumentos que pretenden restarle importancia a esta dolorosa cifra se centran en los daños causados por los manifestantes a la propiedad privada y a la libertad de tránsito de los demás. Pero este tipo de análisis olvida (o ignora intencionalmente) este elemento central de las democracias modernas: las protecciones a los derechos fundamentales no son excluyentes entre sí. Entonces, por más violenta que sea una protesta, aunque destruya la propiedad pública o privada, o impida el tránsito de personas y vehículos, la respuesta del Estado no puede (ni debe) ser el asesinato de manifestantes. Y no es exagerado calificar estas muertes como asesinatos, porque hay registros fotográficos de policías y militares disparando (ya sea balas, perdigones o bombas lacrimógenas) a la cabeza y al torso. Tan indiscriminado ha sido el uso de la fuerza que está comprobada la muerte de personas que no intervenían activamente en las protestas, sino que estaban transitando por la zona o ayudando a sus prójimos.
Los ejemplos de Francia y Brasil nos muestran que, en democracia, las personas pueden ejercer su derecho a la protesta (incluso de manera violenta) sin riesgos a su vida. Pero eso no significa que sus acciones quedarán impunes: en ambos países hay personas detenidas y serán enjuiciadas y sancionadas según la gravedad de sus actos. Restaurar el orden interno es un objetivo válido en el manejo de los conflictos sociales, pero no es incompatible con garantizar el derecho a la vida.
Evidentemente, la situación actual es el resultado de la confluencia de diversos factores cuyo análisis excede a mi especialidad y al espacio que me ha sido concedido. Superar el clima actual de conflicto no será sencillo y requiere que se determinen responsabilidades políticas y jurídicas de todos los actores involucrados. Pero si en algo puedo contribuir al necesario y doloroso debate es en esto: en un estado democrático, las protecciones a todos los derechos fundamentales no son excluyentes entre sí. Proteger el orden público o la propiedad privada no es una justificación válida para dar muerte ni siquiera a un ciudadano. Cuando un gobierno emplea arbitraria e indiscriminadamente la fuerza pública, deja de ser democrático.