Patricia del Río

Nada de lo que ocurre con el es banal. Al hablar no solo nos comunicamos, nos colocamos ante los otros con determinadas credenciales. La jerga juvenil no existe porque al idioma le falten palabras para nombrar al amigo o a la fiesta; existe porque cuando un chico habla de su ‘pata’ o del ‘tono’, está eligiendo una forma del lenguaje que lo define como joven, distinto de sus padres. Este ejercicio de libertad nos acompaña desde que la poderosísima herramienta que es el lenguaje nos dotó de humanidad y nos alejó de la animalización.

Las lenguas del mundo, absolutamente todas, cambian porque las sociedades cambian y en ese juego evolutivo hay cosas nuevas que nombrar, identidades que reivindicar, prejuicios que derrocar. Y también intereses que invisibilizar. Cuando empezó la pandemia del COVID-19 en Turkmenistán se decretó por ley que estaba prohibido usar la palabra ‘coronavirus’. No podía aparecer en los medios de comunicación, ni en documentos gubernamentales, ni en recetas médicas. Nada. Hasta el día de hoy, en Turkmenistán no se registra un solo caso de coronavirus. Por supuesto que ha habido enfermos y muertos, pero al no nombrar la causa específica se busca invisibilizar el hecho. Hacerlo pasar por otra cosa.

Lo mismo pasa cuando a un transexual el Estado le impide usar un nombre que esté acorde con su identidad de género. Que, en el DNI de Martha, 1,75 m, cabello castaño, ojos marrones, pantalón de tweed, blazer fucsia, taco siete diga ‘Juan Francisco’ no solo es un intento burdo por ocultar una realidad, sino es un atentado contra esa persona que merece ser nombrada, llamada, evocada como lo que es; una mujer. Si no nos negáramos a nombrar, el peruano y transexual Rodrigo Ventocilla probablemente seguiría vivo y no hubiera sido sometido a las torturas de las homofóbicas autoridades indonesias, que se ensañaron contra él porque el género y los nombres consignados en sus documentos no se correspondían.

Nos cuesta el cambio, a pesar de que formamos parte de él. Hace unos días la ONPE publicó en sus redes el siguiente post: “Este 2 de octubre, garantizaremos el derecho al voto de todas, todos y todes en igualdad de condiciones y libre de discriminación”. El horror. Los cibernautas más conservadores reaccionaron con histeria acusando a la ONPE de impulsar la ideología de género y de destruir el lenguaje. ‘Todes’ se volvió tendencia y volvieron a la carga los que, a gritos, creen que impedirán que se use el lenguaje para hacer visible una realidad.

‘Todes’ es una forma del llamado lenguaje inclusivo que busca designar a las personas que no se identifican con ninguna de las categorías del género binario hombre/mujer. Su uso es fomentado por comunidades LGTBI+ y ha tenido acogida en varios contextos, así como rechazo en otros. Como lingüista, tengo varios reparos a su pertinencia gramatical, pero ningún argumento, por más teoría que lo avale, se puede superponer a lo que siempre ha mandado en el lenguaje: la necesidad de los hablantes de transformarlo de acuerdo con sus intereses.

El cambio lingüístico nunca se ha dado en función de diccionarios o de textos gramaticales. Las academias no moldean las lenguas, no trazan sus futuros. En el lenguaje se imponen los individuos y sus intereses. Hoy las formas inclusivas son una herramienta de quienes buscan una reivindicación de la sociedad. Algunas de sus manifestaciones ya calaron y se difundieron lo suficiente para quedarse. Otras maneras se diluirán solas si no les resultan satisfactorias y útiles a los ciudadanos. Los que pelean para evitar su uso en la vida pública y en las comunicaciones oficiales están haciendo el ridículo como las autoridades de Turkmenistán. Pueden seguir gritando todo lo que quieran, pero no les servirá de mucho. Cuando del lenguaje se trata, suele ser la libertad la que se abre camino.

Patricia del Río es periodista