Recién llegado desde Madrid, Barclays le dijo a su esposa que estaba cansado de viajar tanto y necesitaba al menos tres semanas tranquilo, en casa, sin padecer las colas de los aeropuertos ni subirse a unos aviones donde probablemente se contaminaría de alguna infección respiratoria que lo dejaría diezmado y tosiendo.
Ha pasado apenas una semana de las tres que Barclays se propuso no viajar y tanto su esposa como su hija expresan unos deseos crecientes de viajar en pocos días a la ciudad del polvo y la niebla, la ciudad del mar enfermo, donde Barclays y su esposa nacieron. ¿Por qué quieren viajar? La joven Barclays, de trece años, está de vacaciones de verano en la escuela, y hace demasiado calor en la isla donde vive con sus padres, y sus mejores amigas están todas de viaje, en campamentos de verano, y le ilusiona pasar unos días de clima fresco en Lima, de paso que toma clases de baile en aquella ciudad y visita a sus abuelas que tanto la engríen. La esposa Barclays ha sido invitada a hablar en la feria del libro. ¿De qué hablaría, si al final viaja y se presenta en la feria? De los libros que ha publicado, de los libros que quisiera escribir, de lo que le venga en gana.
Barclays también ha sido invitado a esa feria del libro, aunque sería más exacto decir que él mismo se ha invitado. Sus editores le han reservado un salón al final de la tarde para que hable y luego firme ejemplares de sus libros. ¿De qué hablaría Barclays? No lo sabe, no lo tiene claro. ¿Hablaría otra vez de la novela que publicó el año pasado y ha sido un éxito de ventas? No, se dice a sí mismo, ya hablé demasiado de aquella novela, no puedo seguir presentándola todos los años en la misma feria. Entonces, ¿qué presentaría, de qué carajos hablaría? No presentaría un nuevo libro, aunque sí algunas recientes reediciones de sus libros más leídos. En rigor, entonces, Barclays se presentaría a sí mismo, algo que viene haciendo en la televisión hace más de cuarenta años, y hablaría con elocuencia y pasión de ciertas cosas que, apenas comience a hablar, dejaría libradas al azar, a la improvisación. Dicho de otro modo, Barclays no sabe de qué hablaría y lo descubriría, tratando de divertirse, al tiempo de hablar.
Lo que más le gusta a Barclays, cuando visita una feria del libro, es hablar sin guion y sin leer un discurso, improvisando, patinando sobre la pista de hielo de sus ocurrencias y confidencias, aun si no sabe bien de qué hablará, aun si al hablar descubre que él mismo discrepa vigorosamente de las cosas que está diciendo. Sabe hablar, sabe improvisar, cómo podría no saberlo si viene haciéndolo hace cuarenta años en la televisión. Sin embargo, lo que menos le gusta, todo hay que decirlo, es firmar ejemplares de sus libros. Es una ceremonia larga, impredecible y extenuante. Nunca habla más de una hora. Luego, firmando, puede estar dos y hasta tres horas. Es agotador e incluso descorazonador y siempre termina seco, vacío, triste, desalmado. Se entrega a sus lectores, les sonríe a todos, se deja retratar por todos, se pone de pie si se lo piden, se quita las gafas si se lo piden, firma libros piratas sin quejarse, es decir que, durante una hora, o dos, o tres, el escritor es rehén de sus lectores, y a veces, al conocerlos, al escucharlos, al mirarlos a los ojos, duda poderosamente de que es un buen escritor, porque sospecha que la mitad de sus lectores están mal de la cabeza. Pero, por otra parte, piensa Barclays, yo también estoy mal de la cabeza, de otro modo no sería un escritor, y sería amado en mi familia, y tendría muchos amigos, y viviría en la ciudad del polvo y la niebla, como viven felizmente mis amigos del colegio.
Cuando Barclays y su esposa deliberan sobre viajar o no viajar en pocos días, no obstante que vienen llegando desde Madrid hace apenas una semana y él había pedido un tiempo de reposo, ella dice que lo que más le provoca de estar en Lima, la horrible, es ver a sus amigas y comer rico. Barclays, en cambio, afirma que lo mejor de estar en esa ciudad, aparte del clima frío en julio, es visitar todas las tardes, hacia la una y media, bien peinado, y disimulando la barriga, a su madre octogenaria. Para él, la felicidad no está en la feria del libro ni es las firmas con los lectores, sino en casa de su madre, comiendo con ella. Vive en una residencia apacible y señorial, en el barrio de Miraflores, y es mimada y atendida por sus empleadas domésticas, que son como sus hijas. Cuando llega Barclays, lo agasajan con bocaditos que le encantan (quesos, tostadas, paltas, tequeños) y luego le sirven su plato favorito: lenguado en mantequilla negra con arroz y papas doradas, y de postre, gelatina amarilla con trozos de durazno y helados de lúcuma y chocolate. Esos momentos con su madre, y con su esposa, y con su hija menor que mira distraídamente el celular, son los más espléndidos para Barclays, siempre que visita la ciudad en que nació. Aquella parece entonces la razón más poderosa para cambiar de planes, interrumpir el asueto del viajero y emprender en apenas tres días la travesía a la ciudad del polvo y la niebla.
Pero las razones para no viajar, para quedarse en su casa, en la isla que arde de calor, son numerosas y no menores. Están las razones de salud: en su casa en la isla, Barclays duerme bien, y cuando viaja nunca duerme tan bien. ¿Qué es para él dormir bien? Dormir a las dos de la mañana y despertar a la doce del mediodía. Están, además, las razones del trabajo: si ocurre algo importante, por ejemplo, un atentado contra un político, o la renuncia del presidente a su reelección, Barclays no podría salir esa misma noche haciendo su programa en directo, pues estaría lejos de su trabajo. Están, finalmente, las razones de la comodidad: si bien los Barclays poseen un apartamento muy bonito en el barrio de San Isidro, el escritor está infinitamente más cómodo en su casa en la isla, y nada supera en comodidades a moverse perezosamente en su casa grande de dos pisos, así como nada supera en incomodidades a estar en una cola larguísima en un aeropuerto, o esperando horas a que por fin despegue un vuelo demorado por averías, o contando todos los semáforos en rojo desde el aeropuerto hasta su apartamento, una pesadilla, un viaje al pasado.
Ahora, sin embargo, se ha presentado un problema serio, que amenaza de veras el viaje de los Barclays: su gata ha enfermado y quedado casi ciega, pues camina lentamente, como desorientada, y va dándose tropezones, y a duras penas puede caminar. La esposa Barclays la ha llevado a dos veterinarios y los diagnósticos no son alentadores. La gata podría quedarse ciega del todo o morir en cualquier momento. Así las cosas, ¿se justifica dejarla sola en la casa cinco días, para que los Barclays vayan a una feria del libro? ¿Están dispuestos a correr el riesgo de que la gata muera a solas, mientras ellos están en la feria del libro sin saber bien qué decir? Barclays ha dicho que sería una crueldad dejar sola a la gata, así como está. Su esposa, que adora a la gata, que le habla, que la besa, que duerme con ella al lado, ya no ve con tanta ilusión el viaje al polvo y la niebla, y considera que la súbita enfermedad de la gata es una inequívoca señal del destino para que, al final, después de tantas dudas, no viajen.
En dos o tres días, los Barclays tomarán la decisión final. Barclays piensa: no puedo dejar el programa en medio de tanta turbulencia política. Su esposa piensa: no puedo abandonar a mi gata si le queda poca vida. Su hija piensa: si viajamos, tomaré clases de baile, y si no viajamos, porque mis padres son así, un poco raros, un poco locos, también tomaré clases de baile.
Barclays hará entonces lo que suele hacer cuando debe tomar una decisión más o menos importante. Se preguntará: si me quedara solo un año de vida, ¿viajaría la próxima semana a ver a mi madre y presentarme en la feria, o me quedaría en casa, descansando y cuidando a la gata? Dado su espíritu aventurero, y su determinación de vivir no una, sino muchas vidas, y todas a plenitud, no es improbable que Barclays, o los Barclays, decidan viajar a la ciudad del polvo y la niebla.