Contemplando la historia de Europa occidental, el historiador norteamericano Charles Tilly sostuvo que el Estado en ese continente era hijo de las guerras. Enfrentadas sus monarquías una contra otra durante el curso de varios siglos, los gobiernos debieron organizarse, buscar recursos financieros, disciplinar y movilizar a la población, en una competencia darwiniana en la que solo sobrevivieron los más aptos. En esta parte del mundo donde nos ha tocado en suerte nacer, podríamos decir que los estados han sido más bien hijos de las catástrofes naturales. A falta de Julio Césares o Napoleones, tenemos reconstructores exitosos que ganaron su gloria domeñando a la naturaleza.
Nuestra geografía y el entorno de placas tectónicas y corrientes marinas que nos rodean han hecho de América un continente sensible a fenómenos naturales de gran poder destructivo. No nos azotan huracanes, como en el Caribe, pero sí terremotos, sequías e inundaciones que periódicamente han asolado la tierra, tanto o más que las tragedias provocadas por el hombre.
Los desastres naturales trajeron el correlato de la reconstrucción de las zonas afectadas, pero sobre todo fueron apreciados como una oportunidad para reformar aspectos de todo tipo (que empezaban con los caminos o la arquitectura y terminaban alcanzando dimensiones sociales, políticas y económicas, a veces inesperadas). Fueron también la oportunidad para el surgimiento de capitales políticos: los reconstructores exitosos, o los “salvadores” de la patria tras la tragedia, supieron cosechar fama y poder de una población largamente agradecida. Es oportuno recordarlo ahora, que los peruanos nos alzamos las mangas de la camisa en pos de una nueva reconstrucción.
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En plena época colonial, el terremoto de 1687 que asoló Lima y la costa central destruyó el sistema de riego y trajo una crisis agrícola que llevó a la necesidad de importar trigo desde Chile. Nunca más la costa peruana recuperó la producción triguera de antaño. El nuevo cultivo que nos dejó la reconstrucción fue la caña de azúcar, que, junto con el algodón, pasaron a dominar la producción de la región durante los siglos venideros. La costa peruana se especializó en estos cultivos, dejando a los valles chilenos la tarea del abastecimiento de trigo. La tragedia sísmica nos sirvió para descubrir las ventajas del comercio, mucho antes de que Adam Smith y David Ricardo escribieran sobre las bondades de la especialización.
El terremoto de Lima de 1746 ha sido el desastre natural más investigado por los historiadores en los tiempos recientes. Se ha resaltado cómo la tarea de la reconstrucción de la capital fue utilizada por el gobierno para disminuir el poder de la Iglesia, minar las rentas de la aristocracia y fortalecer el poder del Estado borbónico. La profusión de palacios, templos y catedrales con elevados miradores, campanarios y recargados ornamentos fue denunciada como un peligro público. Tanto como la vigencia de monjas de clausura, impedidas de abandonar los conventos en caso de sismos. La necesidad de un Estado reconstructor que protegiera a la sociedad dio alas al poder virreinal. El virrey Conde de Superunda llegó a ser nominado como “el vencedor de los elementos”, y aprovechó la reconstrucción para afianzar el poder del Estado en desmedro de sus rivales más señalados, como eran la Iglesia y la aristocracia. No eran tiempos de elecciones, pero esta fama le fue útil para prolongar su virreinato por el largo espacio de 16 años (1745-1761).
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La era republicana trajo más desgracias naturales y su cuota de reconstructores. El terremoto del sur de 1868 no solo significó la destrucción de importantes ciudades y puertos (“Arequipa no existe ya” fue el dramático telegrama que transmitió el corresponsal de El Comercio tras el fatídico 13 de agosto de dicho año), sino también el despegue de la economía del salitre, con el surgimiento de nuevos ricos en el extremo sur de la patria, que pusieron en jaque la tradicional hegemonía económica de la élite limeña. Hubo que estatizar las salitreras a fin de terminar con esos advenedizos, lo que nos enrumbó a la tragedia política de la guerra del 79. El terremoto de 1868 también fue la oportunidad para el ingreso del Perú a la carrera ferroviaria, con la construcción de la primera línea de largo recorrido, que unió Mollendo con Arequipa y Puno. Lo más sensato en materia de ferrocarriles habría sido conectar las minas de Cerro de Pasco con el puerto del Callao o de Huacho, pero se prefirió compensar a los hijos del Misti por su tragedia. El presidente José Balta y el ingeniero Henry Meiggs se erigieron como los héroes de la reconstrucción.
En los años del Oncenio leguiista sobrevino la inundación de 1925-1926 en los departamentos de la costa norte, que se ha mencionado como el antecedente más próximo a los sucesos recientes. Leguía aprovechó de la reconstrucción para montar sistemas modernos de irrigación con la ayuda de otro ingeniero norteamericano: Charles Sutton, y mejorar los puertos de la zona, que tan útiles fueron en las décadas siguientes para las exportaciones azucareras. Los terremotos de Lima, Cusco y Huaraz en 1940, 1950 y 1970 fueron capitalizados por los presidentes Prado, Odría y Velasco, respectivamente. Cusco y el Callejón de Huaylas iniciaron con la reconstrucción su destino como lugares turísticos, que mantienen hasta el día de hoy.
No todos los reconstructores salieron bien librados de estas empresas. El limeño Pablo de Olavide y el norteamericano Sutton fueron acusados de malversaciones en las tragedias de 1746 y 1925. Olavide se marchó a España apenas pudo, donde hizo una carrera exitosa, al punto que hoy una universidad lleva ahí su nombre. Sutton fue juzgado por el Tribunal de Sanción Nacional montado para castigar a los colaboradores de Leguía, aunque logró salir bien librado de ese huaico. Las inundaciones de 1983 naufragaron la popularidad del presidente Belaunde, cuyo gobierno tardó en reconstruir la infraestructura y la economía. Mejor le fue a Fujimori con El Niño de 1997-1998, en que apareció nadando en la laguna aparecida en pleno desierto. Veremos qué le toca a Kuczynski.
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