Hace unos meses leí “El Tren de Aragua”, el libro en el que la periodista venezolana Ronna Rísquez explica cómo fue posible que un grupo formado en la cárcel de un pequeño estado ubicado al norte del país caribeño pudo convertirse en una megabanda criminal con operaciones en Chile, Panamá, Brasil, Ecuador, Colombia y el Perú, en apenas ocho años.
Creo que la publicación debería ser de obligatoria lectura, en primer lugar, porque arroja luces sobre las particularidades de un fenómeno al que los peruanos nos enfrentamos hoy y que, mucho me temo, nuestras autoridades no han terminado de comprender. Pero también porque es importante apoyar trabajos como estos, en los que los periodistas se juegan la vida (literalmente) para informar en lugares en los que las autoridades no pueden garantizarles ningún tipo de seguridad, ya sea porque detestan el trabajo que realizan o porque están confabulados con los criminales. En el caso de Rísquez, ella fue amenazada por su investigación y tuvo que abandonar Venezuela, pero continúa hablando sobre el tema a quien quiera escucharla desde el extranjero, donde frecuentemente es entrevistada por los medios de los países en los que el Tren de Aragua se ha hecho con el control de barrios o municipios enteros a sangre y fuego.
Hace una semana se cumplieron 25 años desde que Hugo Chávez llegó al poder en Venezuela, un período en el que él y sus herederos políticos convirtieron a uno de los países más prometedores de la región en una estampa de miseria y corrupción, del que se calcula que han huido siete millones de personas y donde los que se quedaron sobreviven extorsionados, ya sea por los funcionarios o por los grupos criminales que controlan desde el contrabando de alimentos hasta la explotación de los yacimientos de oro. Y, como ocurre siempre con las dictaduras, una de las principales actividades del chavismo en el último cuarto de siglo ha consistido precisamente en arrinconar al periodismo utilizando todas las herramientas posibles, desde revocando arbitrariamente licencias de operación hasta recurriendo a un sistema judicial servil al régimen.
Para ejemplificar lo primero, no hace falta ir muy atrás en el tiempo, aunque todos tengamos fresco el recuerdo del cierre de RCTV por orden de Chávez en el 2007. Basta con recordar que apenas en el 2017 la señal de CNN fue prohibida en Venezuela luego de que un reportaje de la cadena televisiva implicara al entonces vicepresidente Tareck el Aissami en una trama de venta de pasaportes y visas venezolanas en Medio Oriente a todo el que pudiera pagar por ellas, incluidos presuntos terroristas. Sobre lo segundo, vale mencionar la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia del 2021 que obligó al diario “El Nacional” a pagarle US$13 millones a Diosdado Cabello, uno de los hombres fuertes del chavismo, por recoger información que había sido publicada previamente en otro medio. Según un análisis de más de 45.000 sentencias emitidas por el Poder Judicial desde el 2004 realizado por la ONG Un Estado de Derecho, ninguna ha sido desfavorable a los intereses del régimen. Ni una sola.
Pese a todo, todavía hay quienes continúan informando en Venezuela sobre la podredumbre de la dictadura y sus conexiones con el crimen organizado, como el propio “El Nacional” o los medios digitales Armando.info o Runrun.es, y es importante mencionar también los trabajos de organismos internacionales y ONG que con no pocas dificultades han alumbrado aspectos que Nicolás Maduro y sus secuaces hubieran querido mantener en las sombras. Allí están, por ejemplo, las publicaciones de la OEA y la ONU sobre la violación de los derechos humanos en las protestas del 2017 y el 2019, el informe de Insight Crime del 2018 que identificó a 123 funcionarios del régimen implicados en actividades criminales o la investigación de Transparencia Internacional del 2019 que encontró que “entre el 70% y el 90%” del oro que se extrae de Venezuela se exporta “de manera ilegal en operaciones que involucran a funcionarios del alto gobierno y familiares cercanos al entorno presidencial”.
Resulta esperanzador ver que, a pesar de los esfuerzos del chavismo en los últimos 25 años para ocultar la realidad, aún existen quienes se esfuerzan por documentar lo que pasa en Venezuela, pese a ser perseguidos por el hampa, el Estado o la pobreza. Y creo que una forma de apoyarlos, de hacerles saber que su esfuerzo no es en vano, aunque no hayan conseguido cambiar algo en su país de origen, es hablando de sus trabajos, trabajos que, justamente, muchos quisieron acallar y no pudieron.