A pesar de la frialdad de los números, me conmoví cuando escuché la frase. La pronuncian todos: el botones del hotel, el taxista, el mozo en el restaurant, el guía de turismo. La voz refleja miedo, emoción, frustración, indignación.
“Tres años, ocho meses y veinte días” es el tiempo exacto que las huestes del sádico Pol Pot (los jemeres rojos) tomaron Phnom Penh, la capital de Camboya. Durante ese preciso período, un régimen, autodenominado como maoísta, perpetró uno de los más terribles genocidios de la historia.
El régimen llevó a cabo ejecuciones extrajudiciales, trabajos forzosos en campos de concentración llamados “campos de la muerte”, generó desnutrición y desatención de enfermedades. El costo fue la vida de entre 1,5 y 2 millones de camboyanos, cerca de una cuarta parte de la población del país.
Se mataba a las personas a golpes para ahorrar municiones. Niños eran asesinados estampándolos contra los árboles delante de sus madres. En nombre de la purificación del país, familias enteras, sin distinción entre ancianos, mujeres y niños, fueron aniquiladas.
Me encuentro en Camboya. He venido de turismo. Acabo de visitar Angkor Vat, un imponente templo del siglo XII en lo que fue la capital del Imperio Jemer. Es la mayor estructura religiosa jamás construida. Mucho mayor que la Basílica de San Pedro en Roma. Terminé conmovido y sin palabras. Es el monumento histórico más impresionante que he visitado. Poesía y grandeza en piedra, muestra la capacidad del hombre para hacer maravillas, para trascender, para convertir su humanidad en cultura y civilización.
Pero durante la visita la frase de “tres años, ocho meses y veinte días” también me conmueve. Uno menciona las palabras ‘Pol Pot’ y la frase sale en automático casi como el “salud” luego de un estornudo. Impresiona la precisión. Nadie dice ni diecinueve días ni veintiuno. Son veinte exactos. Si hubieran podido contar los minutos y los segundos también los dirían. Decir menos tiempo es muy poco, decir más es demasiado. La frase refleja el deseo de olvidar un tiempo espeluznante, pero a la vez el deseo de recordarlo para que no se repita. La precisión en tiempo es para dejar claro que es un dato real, que es historia cierta, que no es una leyenda ni un mito.
Pol Pot fue uno de los inspiradores de Abimael Guzmán, otro loco, un desquiciado, un ególatra arrogante, una caricatura de tirano que se creía con capacidad de tomar la vida de cualquiera. Solo que este no llegó al poder. A pesar de eso nos costó decenas de miles de vidas de peruanos y peruanas. Deberíamos recordarlo con la misma precisión que los camboyanos recuerdan a Pol Pot. Porque cada vez menos personas lo recuerdan. No sea que algún día dudemos si realmente existió.
Parece que la civilización y la cultura no son garantía de nada. Naciones tan civilizadas y cultas como Alemania crearon regímenes tan abominables como el nazismo. Ruanda y Bosnia nos recuerdan que no estamos libres de que vuelva a pasar. Cuando la bajeza humana aflora, captura no solo a monstruos desalmados, sino a los más capaces, a los aparentemente virtuosos, a los que parecen moralmente inquebrantables. El mismo pueblo que es capaz de emocionarnos hasta las lágrimas con una obra de arte es capaz de hacernos llorar de indignación cuando deja fluir la miseria humana.
En “El cisne”, una canción del grupo boliviano Savia Andina, se dice: “El olvido es el sueño del alma, pero mi alma no puede dormir”. La frase camboyana busca el insomnio del alma que evita caer en el olvido complaciente. Ni Hitler, ni Pol Pot, ni Abimael Guzmán merecen el olvido. Eso sería concederles demasiado.