Nadie nació sabiendo cómo enfrentar una pandemia. Todos, gobiernos y ciudadanos, hemos cometido errores en el camino. Pero una cosa es equivocarse en marzo o abril del 2020 –cuando se conocía menos del virus y de las mejores prácticas para enfrentarlo–, y otra cosa es insistir en el error con diez meses de epidemia encima. Hablando en términos económicos, alguna lección debiéramos haber extraído luego de tener el peor desempeño del mundo durante el segundo trimestre y, posteriormente, haber emprendido una rápida recuperación en la segunda mitad del año.
Lo primero que debió quedar claro es que la visión que se resume en “toda actividad económica está prohibida por default, con estas excepciones” hace inmenso daño. Mientras que otros países se enfocaban en permitir un funcionamiento integral de su economía sujeto a restricciones de actividades de alto riesgo (estadios, celebraciones masivas, restaurantes sin ventilación, bares, etc.), aquí se prefirió cerrar todo por largos meses y otorgar permisos a los “servicios esenciales”. Así, la excepción era la autorización de trabajo, no la regla. Todavía hay mucha incertidumbre sobre qué se permite y qué no en esta vuelta al confinamiento, pero lamentablemente la visión que prohíbe primero y pregunta después no parece haber cambiado demasiado.
En segundo lugar, fue obvio durante el año pasado que el Estado no controla todo lo que piensa que controla. La extendidísima informalidad –aunada a la necesidad de generar ingresos todos los días– hace que las prohibiciones, los decretos supremos y las conferencias de prensa tengan en ocasiones el efecto opuesto al que se busca. En esta segunda ola, con los ahorros de muchas familias en negativo luego de un año muy duro, las personas que necesitan trabajar seguirán trabajando, con protocolos y protección o sin ellos. Las prohibiciones funcionan mejor cuando puedes garantizar su cumplimiento; de lo contrario, como sucede casi siempre, causan más problemas de los que solucionan.
En tercer lugar, a las actividades que sí se les permita operar se les debe ofrecer facilidades, no hacer más complicado su trabajo de lo que ya es. El año pasado, por ejemplo, fuimos testigos de abusos de parte de varias municipalidades que interpretaban a su antojo los requerimientos de operación, y también de decisiones incomprensibles del Ministerio de Trabajo sobre el manejo de la planilla.
Finalmente, si bien el Gabinete había anunciado que las medidas se aplicarán “lo más quirúrgicamente posible”, la verdad es que aún estamos con políticas de serrucho. Una de las grandes lecciones del año pasado es que no todo el país enfrenta la misma amenaza al mismo tiempo, y en ese sentido es un avance la nueva categorización de regiones según la gravedad del caso. Pero eso quiere decir que, en Apurímac, Abancay es lo mismo que Andahuaylas, o que, en Áncash, Huaraz comparte destinos con Chimbote. A diez meses iniciada la pandemia, el Perú debería ser capaz de afilar el bisturí, masificar de verdad las pruebas, y contar con suficiente información sobre la dinámica de contagios en distritos y provincias para tomar mejores decisiones que preserven tanto la salud como la economía. Sin necesidad de ir muy lejos, aquí cerca en Ecuador, Chile y Colombia las decisiones sobre restricciones se toman a nivel de cada uno de los cientos de cantones, comunas y municipios.
Los errores del año pasado costaron miles de vidas y millones de empleos. Aprender de ellos es lo mínimo que deberíamos exigir mientras entramos de lleno a la segunda ola. Antes se podía alegar ignorancia; hoy lo más amable sería catalogarlos de negligencia.
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