¿Cuánto vale nuestro tiempo? ¿Alguien puede esperar de forma indefinida? Son preguntas que seguramente todos nos hemos hecho alguna vez. Lamentablemente, es muy poco probable que el Estado se las haya hecho también. De lo contrario, sería inexplicable la falta de respeto que la burocracia impone con su parsimonia y retrasos –como si nada– a los ciudadanos que requerimos su funcionamiento oportuno.
Los ejemplos sobran. Uno claro es la espada de Damocles que pende por años sobre aquellos que –con culpa o sin ella– se encuentren a disposición de la fiscalía y el Poder Judicial. El nuevo Código Procesal Penal, que en teoría debía acelerar los procesos sin sacrificar protección de derechos de todas las partes, ha traído también etapas que se extienden muchísimo más allá de lo razonable, sobre todo para casos complejos. Si los procesos más vistosos de los últimos años contra políticos de alto nivel han visto ir y venir a por lo menos cuatro presidentes, y ahí siguen sin final a la vista, ¿qué se puede esperar para el resto de los procesos de comunes mortales? La situación es muchísimo más grave para quienes enfrentan estos trances desde la prisión preventiva. ¿Y quién le devuelve el tiempo al que se pasó la última década injustamente investigado o con años de prisión preventiva?
Un segundo ejemplo es el tiempo que puede tomar una controversia tributaria. La manipulación narrativa califica como ‘deudas’ a lo que son en realidad montos en disputa sobre los que tanto los contribuyentes como la Sunat tienen derecho a objetar. El problema es que los canales para la disputa son eternos, y eso perjudica a todas las partes. De acuerdo con Jorge Picón, abogado tributario, “cerca de 1.400 contribuyentes mantienen controversias en sede judicial con la Sunat por más de S/13.400 millones. En muchos casos, son controversias que superan los 15 años”.
Los permisos y trámites administrativos son otra fuente de menosprecio para el tiempo ciudadano. Este es un espacio que había mejorado en los últimos años, pero que ha perdido buena parte de lo avanzado durante el 2022. Desde pasaportes hasta permisos para inversión minera o expansión comercial, lo que antes demoraba unas pocas semanas hoy puede tardar varios meses. Una mezcla de incompetencia con falta de interés –salpicada a veces con ideología o corrupción– explican los retrasos.
Y, sin duda, lo más urgente para la ciudadanía son las demoras inexcusables en servicios públicos básicos. Según el Ministerio de Salud, por ejemplo, hay 31 obras de su sector paralizadas y suspendidas a nivel nacional, incluyendo 10 hospitales. La mayoría tiene más de cinco años de ejecución. El hospital Antonio Lorena, en Cusco, lleva paralizado desde el 2015. En el nuevo hospital de Andahuaylas, Apurímac, la demora es de 14 años. En el frente de transportes, las cosas no van mucho mejor. La línea 2 del metro de Lima, por ejemplo, sería inaugurada en el 2025, en el mejor de los casos, con cinco años de retraso. Mientras tanto, el 38% de la población de Lima que se moviliza en transporte público pierde entre una hora y media y una hora con 50 minutos en el tráfico por día, según la Fundación Transitemos.
El tiempo ciudadano, en suma, vale poco. Sea en un proceso penal, en una controversia judicial, en una solicitud de inversión, en el transporte o en una enfermedad, los años de demora para el ciudadano parecieran no acarrear ningún interés para buena parte del Estado. Siempre se puede esperar un poco más. Y la vida es lo que pasa mientras estamos esperando ese trámite pendiente.