El presidente Ollanta Humala evocó al dictador Juan Velasco Alvarado y a Túpac Amaru en la inauguración de las obras de la refinería de Talara. Algunos lo tomaron como una amenaza sutil. No es para tanto. Veamos…
En la década de 1920, en plena depresión económica norteamericana, el genial Walt Disney creó a Mickey Mouse. Convirtió al ratoncito en un campeón del optimismo, inmortal ídolo de diversas generaciones de niños, incluidos los del siglo XXI, y en ícono global.
Cuando Fidel Castro necesitó marketear su revolución bananera usó una imagen del Che Guevara, tomada por Alberto Díaz ‘Korda’. El Che había sido asesinado en Bolivia (rojoides, lloren: todo indica que Fidel reveló su ubicación). Castro convirtió la cara del argentino en su marca, un logo de odio e ineficiencia que sigue dando la vuelta al mundo en polos, gorros, afiches y más. El dictador Juan ‘Chino’ Velasco necesitó, también, un sello tipo Mickey o el Che; una imagen que comunicara el cambio prometido por su ‘robolución’. Mitificó al mestizo y próspero comerciante José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II), lo graficaron como algo parecido a una letra “A” con sombrero, y esa y otras imágenes suyas estaban en todas partes. Y decretaron que era el “fundador de la identidad nacional”, que intentaron inventarse los militares.
El tupacamarismo invadió Lima: al salón Pizarro de Palacio de Gobierno se le rebautizó salón Túpac Amaru, ubicando un inmenso cuadro que sigue allí. Los textos escolares lo describían como un semidiós. Velasco construyó una gran avenida de 22 kilómetros, una de las más largas de Lima para unir el cono norte con el centro. Obviamente la nombró Túpac Amaru. Dos grupos terroristas tomaron ese nombre: el uruguayo Tupamaro, y el peruano MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Alice Faye Williams bautizó Tupac Amaru Shakur a su hijo, un conocido rapero afroamericano que fue asesinado. La señora Shakur fue parte de la célula terrorista Black Panther, y acusada de participar en atentados con bombas. El ‘sachaínca’ de Velasco inspiraba esa violencia.
Túpac Amaru II fue en realidad un adinerado comerciante que vestía elegantemente, al estilo europeo, y reclamaba un título de nobleza inca pese a que, al parecer, fue hijo de un fraile (esto, según Alexander von Humboldt, quien investigó su rebelión). Fue “educado con algún esmero en Lima –escribe Humboldt–, y se volvió a las montañas después de haber solicitado en vano de la Corte de España el título de marqués de Oropesa, que lleva la familia del Inca Sayri-Túpac. Su espíritu de venganza lo condujo a sublevar los indios montañeses que estaban irritados contra el corregidor Arriaga”. Dijo no estar contra la corona sino contra el “mal gobierno” de los corregidores; luego se radicalizaría, pero su “rebelión” no cuajó y los propios indígenas se opusieron a él.
El pobre terminó desmembrado y su gesta generó épicos poemas, se lo usó como figura reivindicadora del indio (a él, un elegante criollón) y acabó convertido en un mito. Disney lo hubiera llamado Túpac Mouse y hoy, probablemente, sería el héroe de la era de la comunicación. Como vemos, todo depende de quién inventa la caricatura. Y Humala, felizmente, no ha inventado ninguna.