Hace un par de semanas me preguntaba en esta columna qué hemos aprendido a un año del gobierno de Pedro Castillo. A la luz de los últimos acontecimientos, podría ampliar las reflexiones planteadas anteriormente.
Decía antes que era muy llamativa la orfandad de iniciativas de política pública para un gobierno que aún maneja la retórica de estar iniciando un “verdadero” cambio. Ahora podría decir que algunas cosas sí aparecen como importantes para el presidente Castillo: mantener el uso del empleo público y las designaciones de cargos de confianza con lógicas de patronazgo político, mecanismo para favorecer allegados, premiar fidelidades. Mantener el control de sectores clave para intentar construir legitimidad con una lógica clientelar, como Vivienda y Transportes y Comunicaciones; además, sectores en los que pueda consolidar iniciativas en favor de algunas de sus bases de apoyo, como rondas campesinas (en Cultura) y magisterio y sindicatos (en Trabajo). También resulta útil para Castillo contar con un Ministerio de Economía un tanto más permisivo, menos ortodoxo que hasta el momento. El presidente ha seguido este curso de acción a pesar de una avalancha de críticas desde muy diferentes sectores por iniciativas muy cuestionables y con altos costos políticos en todos los sectores mencionados. Algo de convicción hay, aunque no bien entendida.
Parece haber cierto nivel de desconexión con la realidad política y una cierta inconsciencia de la fragilidad de su situación, pero es cierto también que algunos elementos explican su sobrevivencia. En la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos encontramos que la aprobación a la gestión del presidente, si bien muy baja (lo aprueba el 24% de los entrevistados, y lo desaprueba el 67%), parece mostrar una suerte de “núcleo duro” de alrededor de un 20%, que sube hasta un tercio en el Perú rural y en el sur, y entre los más pobres. Por el contrario, el sector más visible y movilizado en contra se concentra en Lima, los sectores socioeconómicos más altos, y quienes se identifican con la derecha. Además, si bien un 42% considera que la situación del país sería mejor si se adelantaran las elecciones y hubiera un nuevo gobierno y un nuevo Congreso, 30% considera que las cosas seguirían igual, y un 17% considera que las cosas podrían incluso empeorar.
De otro lado, la herencia de estabilidad macroeconómica de las últimas décadas todavía nos permite una tasa de crecimiento proyectada para este año muy superior al promedio latinoamericano y sudamericano (2,5% frente al 1,7% y 1,5%, respectivamente, según la Cepal); y en cuanto al nivel de inflación interanual, nuestro país se mueve alrededor del promedio de la región, a junio de este año. Digamos que para un sector del país, las perspectivas se ven malas, pero no catastróficas, en todo caso no para justificar añadir a la incertidumbre económica mayor incertidumbre política.
Todo esto en medio de unas últimas semanas en las que se han evidenciado desaciertos políticos clamorosos, que ahondan la falta de credibilidad del Gobierno, y graves denuncias de corrupción que apuntan al núcleo más íntimo del propio presidente, que llevaron a muchos a considerar que la caída de Castillo era inminente, a través de una renuncia al cargo, por ejemplo. Dadas las circunstancias actuales, en las que el presidente Castillo se muestra más bien, al menos en el corto plazo, con capacidad para bloquear iniciativas en su contra, creo que la oposición debería buscar nuevas estrategias. En vez de concentrar sus energías en encontrar vericuetos legales, desde un Congreso muy desprestigiado para vacar o suspender al presidente, debería proponer iniciativas concretas que demuestren que un recorte de mandato sería claramente beneficioso para el país, en particular para los más pobres, para el Perú rural y el sur andino. Eso además obligaría al presidente a responder de alguna manera al desafío. Una oposición percibida como “limeñocéntrica” y de clases altas acaso sea el mejor escudo con el que cuenta Castillo.