A un año del gobierno de Pedro Castillo, ¿qué hemos aprendido?
Rápidamente, descubrimos, y él también, la enorme distancia que hay entre manejarse como líder sindical radical y las exigencias de la presidencia. El Castillo líder de una facción magistral regional cifró su éxito en un discurso antisistema, en la confrontación y la agenda maximalista, para hacerse de un espacio, y en la lealtad de un núcleo regional y familiar, en un mundo muy competitivo y en el que suelen predominar las malas artes políticas. Entre ellas, saber utilizar todas las oportunidades disponibles para acumular capital político en cualquiera de sus formas.
Por el contrario, la presidencia exige moverse en el discurso de Estado, intentar representar al conjunto de la nación, donde lo central es tomar decisiones y diseñar e implementar políticas concretas en medio de las restricciones económicas, institucionales y de los tiempos políticos. Dadas esas dificultades, resulta clave tender puentes para evitar el aislamiento. También es central ejercer el poder con cierta consciencia republicana, con transparencia, y evitar conflictos de interés y privilegios indebidos.
El paso del sindicalismo a la política de Estado hubiera sido más sencillo para un líder que manejara aquella vieja consigna izquierdista de la protesta con propuesta, lejana a sus tendencias más confrontacionales.
El tema es que Castillo no asumió el reto de convertirse en estadista, una tarea que Ollanta Humala, por ejemplo, cuando menos intentó.
No ha renunciado del todo al discurso antisistema desde el gobierno, aunque sabe que no le resulta suficiente, lo que se expresa en el derrumbe de su popularidad. Por ello, ha terminado siendo un presidente que no da explicaciones, que no concede entrevistas, que no hace ningún intento serio por comunicar o convencer, salvo en formatos en los que puede intentar actuar como candidato, obviando el hecho de que ya es presidente. Por todo ello, se entiende su enemistad con la prensa.
Con todo, la imagen del maestro rural con buenas intenciones al que los poderosos no dejan gobernar parece funcionar todavía para un 20% de los ciudadanos, un porcentaje que sube al 30% en las zonas rurales y la sierra sur, a pesar de la comedia de equivocaciones y de escándalos que con demasiada frecuencia caracterizan al Gobierno. Parece haber logrado una suerte de “núcleo duro”, aunque este parece funcionar más por una identificación espontánea antes que por la existencia de una red de operadores con las que el Gobierno no cuenta (aunque haya muchos entusiastas que intentan venderle al Gobierno la supuesta capacidad para ejercer esa función).
Al mismo tiempo, si bien Castillo no ha sabido construir una mayoría en el Congreso, sí ha logrado evitar la vacancia, logrando dividir a algunas bancadas clave, reuniendo apoyos con arreglos discretos y estableciendo una relación operativa y simbiótica con Perú Libre en la que no existen compromisos formales. Es otro logro que hay que saber reconocerle.
Es muy llamativa la orfandad de iniciativas de política pública para un gobierno que aún maneja la retórica de estar iniciando un “verdadero” cambio después de 200 años de vida republicana, pero que parece haber descubierto en el camino que usar el Estado como fuente de empleo y tomar decisiones para perpetuar arreglos informales podría funcionar como sustituto.
Así, por ejemplo, lo que empezó siendo un estilo sumamente concesivo para negociar conflictos con diferentes sectores, en el que se perdían de vista objetivos de política pública y se cedía ante los intereses de sectores informales, está empezando a ser la exploración de cierta posibilidad de construir respaldo político.
Otra manera de expresar lo dicho hasta el momento es que el desafío analítico es cómo entender la sobrevivencia de un gobierno tan precario. Este análisis se debe completar con los favores no intencionales que le obsequia a Castillo la oposición, y lo rápido que podría cambiar todo al compás de las investigaciones fiscales que involucran al propio presidente.