"Además de enseñarme a amar la vida, me enseñaste a morir y en estos momentos amargos tus lecciones son invalorables". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Además de enseñarme a amar la vida, me enseñaste a morir y en estos momentos amargos tus lecciones son invalorables". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Carmen McEvoy

Mi mamá murió el 9 de abril del 2019 a las dos y media de la tarde. Sin embargo, su larga agonía empezó la noche anterior. Recuerdo que al acercarme a darle las buenas noches la encontré muy agitada. “Vamos”, me dijo, “llegó el momento”. Ante lo cual le contesté: “Todo el tiempo me dices que quieres irte pero amas tanto la vida que siempre cambias de opinión”. Mirándome fijamente a los ojos me respondió: “Esta vez es en serio y no prepares maleta porque no necesitamos nada”. Respiré profundo, le acaricié su cabeza y, apelando a la verdad que a ella tanto le gustaba escuchar, le susurré al oído: “En este viaje no puedo acompañarte, acuérdate que tengo a Enrique, a mis hijos y a Juliana y Emma, a las que me gustaría ver graduarse de la universidad”. Su mirada súbitamente se dulcificó: “Es cierto, así como yo tuve la suerte de asistir a la graduación de mi Patricio de la Escuela Diplomática”. Y es que no era posible que una hija de la crisis de 1929 olvidara un evento de tamaña magnitud, que una chalaca fuerte y sabia, cuya familia sufrió el brutal embate de una crisis inédita, no contabilizara en su mente lúcida los enormes logros que, contra todo pronóstico, alcanzó a lo largo de su vida. Formar a tres hijas profesionales e independientes y, por si ello fuera poco, ver graduarse de la universidad a todos sus nietos, cuyas fotos, junto a las de sus bisnietos, la acompañaron a lo largo de su tránsito final.

Ahora que, en medio de la tragedia indescriptible, se vuelve a recordar el impacto de la gran crisis de 1929, reparo en que mi maestra de vida fue una de sus sobrevivientes. Nacida en 1927, buena parte de la niñez y juventud de Lida estuvo marcada por la crisis económica, social, pero también sanitaria que golpeó brutalmente su hogar. Con dos hermanas fallecidas, una a los 15 años de fiebre amarilla, y la otra al año como consecuencia de la meningitis, un padre desocupado y una madre deprimida, mi mamá aprendió, desde niña, a arreglárselas sola. Recuerdo una de las tantas historias que me contó. Fue en el funeral de su hermana menor, mi mamá tendría 5 años, y me dijo que su carita se le empezó a hinchar y un fuerte dolor de cabeza no le permitía ver bien y menos estar con su mamá. Nadie le prestó la menor atención hasta que el dolor y la hinchazón desaparecieron. Mi abuela Elena, quien empezó a coser para mantener la casa, debido a que su esposo perdió su trabajo, se recostaba en la cama luego de largas jornadas frente a la máquina de coser. Mi mamá ayudaba con las labores domésticas y le llevaba la comida a su madre cuando “estaba triste y no tenía ganas de levantarse”. A pesar de no tener una infancia feliz, Lida nunca se dejó abatir por la adversidad. Cuando su papá falleció y la crisis económica regresó, ella se consiguió una máquina de escribir prestada y un “método Garbin”. A los pocos meses, estaba trabajando en La Fabril del Callao, donde llegó a ser la secretaria del gerente general. Cuando se casó, dejó todo para dedicar su tiempo y energías a sus tres hijas. Y, ahora que lo pienso, quizá para revivir con ellas la infancia que la vida le negó.

Recibí de mi hermana Patricia la noticia de que mi mamá tenía un cáncer en grado 4 el 21 de diciembre del 2018, y lo recuerdo con precisión porque fue a mi regreso de la ceremonia del solsticio de invierno en la gran tumba neolítica de Newgrange, a pocos kilómetros de Dublín. Con mi cese de embajadora y con las maletas a medio hacer, le agradecí a la vida la bendición de mandarme de vuelta a La Punta, donde pasamos su último verano, que fue el más entrañable de mi vida. Al llegar a su casa me abrazó fuerte y, sin saber todavía de su enfermedad, me dijo: “Qué suerte que estás de vuelta para poder estar juntas, Irlanda está tan lejos y yo te extrañaba mucho”. En el tiempo precioso que la vida nos regaló escuchamos tangos de Miguel Caló, recordamos su juventud, vimos películas románticas, compartimos con mis hijos y sobrinos que vinieron de fuera a despedirse y hablamos mucho. De su infancia que la marcó de por vida y la hizo resiliente, de su filosofía estoica –aunque ella desconociera a Séneca–, de su amor por la vida, por la cual dio la pelea hasta el final, de su voluntariado y su pasión por las plantas. Todas las que tengo en mi casa de La Punta son un regalo de ella, salvo una sábila con la cual se quedó porque se le parecía: “No necesita mucho cuidado aunque es curativa”. Al final me la regaló y ahora está llena de hijitos para recordarme la vitalidad de su dueña. “Guarda tus lágrimas para momentos importantes” era otra de las frases de una mujer fortalecida por profundas experiencias vitales. Ahora que te hago este pequeño homenaje, recordada mamá, creo que llegó el momento de llorar no solo por ti, a quien extraño muchísimo, sino por todos los que están sufriendo y en muchos casos enfrentando a esa muerte que tú miraste a la cara con tantísimo valor. Porque, además de enseñarme a amar la vida, me enseñaste a morir y en estos momentos amargos tus lecciones son invalorables.

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