Cada lustro, con cada elección, se sienta sobre el banquillo de los acusados al modelo económico que ampara la Constitución. Aquel que reafirma la libre iniciativa privada y el rol subsidiario del Estado y que, desde hace casi 30 años, nos ha alejado de las fórmulas estatistas y de los pobres resultados que traían –por todos conocidos–.
Aunque desde distintos partidos políticos se ha propuesto reformar la Constitución, el rechazo a su capítulo económico viene principalmente desde la izquierda. Ellos han descrito la existencia de un régimen “neoliberal” extremo –”absolutamente liberal, insensible”, ha dicho Yonhy Lescano– y sugieren que las consecuencias han sido mayor desigualdad y pobreza.
Sin embargo, en comparación con otros países, nuestro modelo es todo menos radical. De hecho, que se le califique así delata el extremismo de quienes hacen la evaluación.
Un vistazo a los datos del Reporte de Competitividad Global del 2019, que nos enfrenta a otras 140 economías, lo deja claro. Aparecemos, por ejemplo, en el puesto 128 en el indicador que mide la carga de la regulación estatal, mientras países como Chile (puesto 77) y Colombia (123) gozan de mejores posiciones.
En el mismo informe, aparecemos en el puesto 111 cuando se examina cuánto toma formar una empresa en el Perú. Si aquí demora en promedio 24,5 días, en Chile (puesto 32) solos 6 y en Nueva Zelanda (1) se consigue en menos de 24 horas. En todos los casos, los datos nos alejan de ser el edén capitalista que algunos dicen que somos.
Dicho esto, es innegable que la distancia tomada del Estado empresario y el fomento de la inversión privada sí han traído buenos resultados. Si en el 2004 el 58,7% de la población calificaba como pobre, para el 2019 la cifra había caído a 20,2%. En el camino, la desigualdad expresada por el índice de Gini también se ha reducido. A todo ello se le añade el aumento del presupuesto público en 400% en los últimos 20 años y un crecimiento promedio anual de nuestro PBI de 4,9% entre 1993 y el 2018 (IPE) –compárese con el 0,7% promedio entre los años 1975 y 1993, marcados por modelos más intervencionistas–.
Según se ha calculado, la pandemia habría generado una contracción de nuestro PBI de alrededor de 11% en el 2020. Muchas familias han vuelto a la pobreza. La fórmula para la recuperación está clara y reside en todo aquello que nos ha venido funcionando hace casi tres décadas y recetas que nos regresen a sistemas anteriores no van a, de pronto, traer los resultados positivos que nunca consiguieron.
Cambiar de Constitución y mandar al tacho el modelo, en lugar de fortalecer lo bueno y corregir lo que se debe (instituciones débiles, poca capacidad de gasto del Estado, desatención de los servicios públicos y mucha corrupción), no es una necesidad, es un capricho.