Augusto Townsend Klinge

Hemos apreciado varias veces en los últimos años cómo las tensiones entre el Ejecutivo y el Legislativo pueden escalar a tal punto de que entran, ambos, en una dinámica de ver quién anula primero al otro, intercambiando amenazas de vacancias presidenciales y disoluciones del Congreso.

Hoy vemos escaramuzas entre estos dos poderes del Estado, como las que hicieron caer a la excanciller Ana Cecilia Gervasi por el chasco de la inexistente reunión bilateral con el presidente Joe Biden, o las que podrían hacer caer al ministro del Interior, Vicente Romero, porque el Congreso no quiere ser percibido como cómplice de la mala gestión gubernamental en materia de seguridad ciudadana.

Pero no parece haber, de momento, un escenario en el que Ejecutivo y Legislativo estén buscando anularse entre sí, como en épocas recientes. Por el contrario, se percibe entre ellos un pacto tácito de mutua tolerancia (y apañamiento) porque en ambos lados el incentivo dominante, por lo pronto, es el de cuando menos preservar el statu quo hasta el 2026.

Aun cuando no es del todo precisa la figura de la “dictadura parlamentaria”, es verdad que quien tiene la sartén por el mango en esa relación es una coalición circunstancial de bancadas parlamentarias que se articulan en torno de ciertas causas –como la destitución de los miembros de la Junta Nacional de Justicia (JNJ)– para ensanchar su poder relativo, y que el gobierno, impopular y sin bancada propia, tiene que acomodarse a esa posición de dominio sin chances de revertirla.

Por lo tanto, es casi imposible imaginar hoy al Ejecutivo dispuesto a pechar al Congreso, ni siquiera para defender mínimos democráticos o confrontar abusos de poder inocultables que, por lo que uno puede ver, no parecen importarle. El miedo y el instinto de supervivencia pueden más.

En cambio, el Congreso sí podría, en cualquier momento, propiciar un conflicto con el Ejecutivo si aquellas bancadas mayoritarias creyesen que ya están en la capacidad de vacar a la presidenta sin que la ciudadanía haga mayores aspavientos y poner a uno de los suyos en Palacio de Gobierno. No se vislumbra que vaya a ocurrir en el corto plazo, pero una crisis severa que involucre directamente a la presidenta sí podría gatillarlo, y esta no tendría mayores recursos para defenderse.

Entretanto, el Congreso ha venido persiguiendo otros objetivos. Ya había logrado cambiar la legislación para debilitar las facultades de control que sobre él tenía el Ejecutivo, pero ha sido más avezado todavía al buscar consolidar su poder e influencia en organismos constitucionalmente autónomos que hoy son funcionales a sus intereses (Defensoría del Pueblo, Tribunal Constitucional) o a los que ahora pretende descabezar por completo (JNJ).

A falta de un contrapeso real del Ejecutivo, que no tiene incentivo alguno para contradecirlo públicamente, al Congreso le ha quedado bastante tiempo para pensar cómo puede doblegar, más bien, al poder del Estado que sí puede enfrentársele: el Judicial.

La captura de la JNJ es una forma de hacerlo indirectamente, si logra tomar el control de los procesos de designación y remoción de jueces y fiscales. Pero no contaba el Congreso con que una sala constitucional de la Corte Superior de Justicia de Lima iba a frenar sus planes con un fallo que suspendía la decapitación de la junta. Se vio de pronto en un escenario en el que debía decidir en caliente si ya estaba dispuesto a pasar a un fase de fuerte escalamiento del conflicto con el Judicial.

Y las primeras señales mostraron que sí lo estaba. Quizá confiados en que el Tribunal Constitucional elegido casi íntegramente por ellos les iba dar su respaldo, la Junta de Portavoces y el propio presidente del Congreso salieron a decir que iban a desconocer el fallo de la sala constitucional. Yo pensé en ese momento que ese desacato nos llevaba a un punto de no retorno.

Por breves horas, muchos congresistas pensaron que podrían enfrentarse abiertamente con el Poder Judicial y ganar, pero sus abogados les hicieron ver que esa victoria les iba a durar muy poco y que estarían a una elección de irse a la cárcel. Y, de manera muy atípica, en lugar de dejarse llevar por su hubris habitual, recularon motu proprio.

Erré yo al sobreestimar el riesgo de que el Congreso, engolosinado con su poder, se iba a ir al todo o nada en su enfrentamiento con el Judicial. Pocas veces me he sentido tan aliviado de haber fallado en una previsión. Con todos sus bemoles, el Poder Judicial mostró esta semana que sí puede ser la última (y quizás única) línea de defensa de la democracia peruana ante un Congreso desbocado. Y eso, aunque no se pueda celebrar en ningún caso como un triunfo definitivo, es una gran noticia.

Augusto Townsend Klinge es fundador de Comité de Lectura y cofundador de Recambio