"Los espacios para cambios políticos e institucionales existen, y la promesa de un nuevo contrato social siempre será un discurso atractivo, sin importar los resultados en el largo plazo". (Ilustración: Gionvanni Tazza)
"Los espacios para cambios políticos e institucionales existen, y la promesa de un nuevo contrato social siempre será un discurso atractivo, sin importar los resultados en el largo plazo". (Ilustración: Gionvanni Tazza)
Juan José Garrido

A diferencia de anteriores pandemias o crisis financieras, la producida por el novel será un pivote crítico en la historia moderna. Sin duda, el coste en vidas y valor perdido será cuantioso, trágico en demasía. Pero el gran impacto podría ir más allá de los términos demográficos y económicos, hacia las estructuras de la sociedad global tal como la conocemos.

Por primera vez en la historia el mundo se paraliza así, de la noche a la mañana, en semejante escala y de manera simultánea. La Segunda Guerra Mundial, por citar el episodio bélico más brutal de la historia, costó la vida de entre 70 y 80 millones de personas (cerca del 4% de la población) y la destrucción de valor se calcula en el trillón de dólares de la época. Y, sin embargo, las ruedas del mundo seguían moviéndose.

Epidemias globales como el VIH o la pandemia de gripe de 1918 costaron la vida de 36 y 50 millones de habitantes, tragedias sanitarias solo comparables con la peste negra o la plaga de Justiniano. No obstante, y si bien medidas de control como la cuarentena se implementaron en 1918, el mundo seguía avanzando, aun en guerra.

La pandemia del COVID-19 encuentra a una sociedad global superconectada y cuyos miembros, por lo mismo, son hiperdependiente unos de otros. Predomina un sistema democrático capitalista, estructurado a través de cadenas de valor intercontinentales, infraestructura física y digital (que rodea –literalmente– al globo), comunicación instantánea y de bajo costo, alta tecnología e inteligencia artificial, sistemas financieros articulados funcionando 24/7, y así. El destino de 7.700 millones de ciudadanos globales depende de millones de interacciones diarias que involucran transacciones, puestos de trabajo y estilos de vida que están, de una u otra manera, conectados unos a otros. Ni los yanomamis se encuentran libres de dicho contacto.

Así, la actual pandemia constituirá un golpe brutal a la estructura global. Y frente a dicha crisis (primero sanitaria y luego económica, pero pronto social), las ofensivas ideológicas y culturales se intensificarán. Ya sabemos, las crisis brindan oportunidades, pero también espacio para definiciones. Quienes entienden de política sabrán aprovechar esos espacios.

Es probable, entonces, que en dicho debate las libertades –políticas, económicas, culturales o religiosas, por citar algunas– sean las perdedoras. La historia de las crisis soporta la hipótesis del protector y la ciudadanía subyugada. Ya los griegos en los siglos VII y VI antes de Cristo se entregaban libremente a los tiranos, primero como una forma de transición frente a una crisis, luego para cambiar el statu quo imperante.

El COVID-19 se presentará más temprano que tarde como un fruto infectado de poder e ideales ante los gobernantes, y será el temple de cada uno, como sostiene José Miguel Vivanco en la entrevista que hoy publicamos, el que decida el uso que se le dé al mismo. Los ciudadanos debemos estar alertas para discernir cuándo las decisiones se entienden bajo el paraguas de la contención sanitaria y cuándo representan una muestra de oportunismo enmascarado.

Los espacios para cambios políticos e institucionales existen, y la promesa de un nuevo contrato social siempre será un discurso atractivo, sin importar los resultados en el largo plazo. Estemos alertas. La crisis pasará, pero la historia no olvida.

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