El principal temor que existía si Martín Vizcarra era vacado y Manuel Merino asumía la presidencia radicaba en la posibilidad de que hiciera un gobierno del Congreso, que está dominado por tendencias populistas y con presencia de grupos que defienden oscuros intereses.
Por fortuna, el presidente Merino ha tenido el buen criterio de designar un Gabinete razonable, independiente del Congreso, para manejar la transición hasta el 28 de julio del 2021.
Lo que hemos dejado atrás no solo es a un presidente que “robó de manera grosera”, que ha robado “como le ha dado la gana”, sobre el que “hay muchas más pruebas que para cualquier otra persona que haya robado” –a decir de una periodista en un audio que ha circulado ampliamente en las redes sociales–, sino también un pésimo gobierno, al que le debemos que el Perú sea el peor o uno de los peores países del mundo en muertos por el coronavirus, en desempleo –en proporción a los habitantes– y en caída del PBI.
La amenaza populista sigue presente y es previsible que las relaciones con el Congreso sean ásperas, pero es probable que este gobierno las resistirá mejor y las enfrentará con más firmeza que el de Vizcarra, que nunca utilizó su inventado liderazgo y su presunta popularidad para desafiarlo en materias que realmente lo requerían.
Las absurdas e interesadas versiones de que hemos asistido a un golpe de Estado o que la vacancia del presunto corrupto es ilegal, son solamente interpretaciones interesadas de los plañideros miembros de la derrotada coalición vizcarrista. Es tan legítima como la del 2000 o la del 2018.
Algunos dicen, con poco criterio, que hay que acotar o eliminar el artículo pertinente, el de la incapacidad moral permanente. Eso es una insensatez. Esa es una válvula de escape para resolver una crisis política en el marco constitucional, sin deslizarse a un golpe de Estado.
En el 2000, por ejemplo, había un vicepresidente, Ricardo Márquez, al que nadie podía acusar de haber cometido algún delito y al que correspondía, legalmente, asumir la presidencia. Pero eso era políticamente inviable. Sin ese artículo, no había manera constitucional de hacer un cambio de gobierno.
En suma, es riesgoso, pero es mucho mejor tenerlo así, vago y general, a no tenerlo o restringirlo.
Ahora los supuestos puristas se rasgan las vestiduras porque para vacar al presunto corrupto de hoy se requirieron los votos de gente dudosa. No recuerdan que en el 2000 el gobierno de aquel entonces tenía mayoría absoluta en el Congreso, con los parlamentarios que había comprado Vladimiro Montesinos. Y que Valentín Paniagua pudo convertirse en presidente precisamente con los votos de la bancada de Montesinos, que se había peleado con Alberto Fujimori. Por supuesto, nadie le hizo ascos al respaldo de tránsfugas y sinvergüenzas porque permitían un bien mayor.
Desde que EE.UU. y la comunidad internacional prohibieron los golpes militares en el continente –el último exitoso fue en Bolivia en 1981–, Latinoamérica ha encontrado otra forma de derribar presidentes de manera constitucional. Desde el primero, Fernando Collor de Mello en 1992, hasta Vizcarra, son 18 los que han caído. (Ver esta columna “Juicio político al presidente”, 18/11/17).
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