“Ferrocarril - carril - carril,
de Lima a Callao, Callao, Callao,
un paso pa’ tras - pa’ tras - pa’ tras”.
Cantando esa tonadilla, los niños jugábamos a marchar, avanzando y retrocediendo con los brazos entrelazados, cual ejército. Sin darnos cuenta, el juego absurdo nos preparaba para el futuro.
Primero, nos introducía en la subconsciencia la idea de una vida de marchas y contramarchas, literalmente de vaivén. Alguien diría que para eso eran las clases de historia en el colegio. En efecto, gran parte de esas clases se dedicaba a las ocasiones cuando algún desastre natural, o guerra política, o colapso económico, nos había tumbado como colectividad. Y también se nos contaba de otros momentos cuando habíamos resurgido de las cenizas y nos volvíamos la envidia de los vecinos. Pero la cabeza de un colegial archiva el pasado en la sección cuentos, eventos fantasiosos que pudieron suceder en mundos y tiempos muy diferentes, pero desconectados de la realidad de hoy. Será historia, se piensa, aunque en realidad trata de otro planeta, uno que ya no existe, reacción reforzada por un sistema educativo que, en aras de formar buenos ciudadanos, tiende a mitificar el pasado.
Una ventaja de ser adulto mayor es la de vivir en un planeta personal que ha existido más tiempo y con más variedad. Los años vividos son una riqueza, como las hectáreas de un latifundio, abarcando una mayor variedad de experiencias y condiciones, buenas y malas y simplemente diferentes. Lo vivido por un joven es más bien un minifundio, una base limitada para conocer, o siquiera imaginar la variedad de posibilidades, para bien y para mal, que trae la vida.
Me asombra, por ejemplo, la variedad de experiencias de vida nacional que personalmente he conocido, mérito del buen número de décadas que tengo encima: cómo era vivir en una ciudad en época de guerra, donde las luces se apagaban de noche para no ayudar a los aviones bombarderos del enemigo; haber conocido además dos ciudades peruanas, Chimbote y Huaraz, antes de su obliteración con el terremoto de 1970; haber vivido un colapso de la economía, no del uno o dos por ciento que se teme puede ser el resultado del virus actual, sino del nueve por ciento del PBI, cuando nos golpearon simultáneamente una crisis mundial y el fenómeno de El Niño más fuerte del siglo, en 1983. A la oscuridad económica de esos años se sumaron las ejecuciones y la destrucción del terrorismo. Pero también haber vivido una época de expansión económica en las décadas de los 50 y 60, cuando el Perú era la envidia de la región y los limeños empezamos a descubrir y conectarnos con el interior de nuestro país, y la nueva transformación de la economía y de la sociedad producida durante el actual milenio. Ciertamente, el conocimiento directo ha reforzado el mensaje pa’ tras, pero el juego infantil fue una preparación inconsciente que, creo, ayudó a procesar la experiencia vivida.
Pero el juego tuvo un segundo mensaje subliminal de mucho valor, el énfasis en la hermandad, la conexión humana. Sea cuando vamos para adelante, con paz interna y asociatividad productiva; sea para atrás, cuando nos matamos con bombas o virus, el centro de la explicación se encuentra en las relaciones entre personas, como nos sugieren los brazos entrelazados de la marcha infantil.