¿Qué significa querer tener una mujer presidenta? Este es uno de los debates que nos ha traído la semana pasada.
No lo digo porque crea que Mercedes Araoz, efectivamente, haya ocupado ese cargo. Lo digo, más bien, porque fue una discusión que tuvieron en las redes quienes pensaban que esto había sucedido: mientras algunos celebraban tener una mujer presidenta, otros problematizaban que esto fuese automáticamente una causa de júbilo.
¿Qué es lo que decimos cuando manifestamos querer que haya una mujer presidenta? ¿Es un deseo que se agota en ver a una mujer poniéndose la banda presidencial?
Creo que querer una mujer presidenta implica desear vivir en un país en donde el género ya no sea un obstáculo en la carrera política. Esto requiere, entre otras cosas, que ni los partidos ni los financistas ni los electores carguen con estereotipos de género; algo que, en un país donde el 43% de los limeños se considera al menos algo machista (Ipsos, 2017), parece todavía lejano.
Aunque en un contexto y con particularidades diferentes, la importancia de lo anterior se está haciendo visible en la campaña electoral estadounidense (país que tampoco ha tenido una presidenta mujer en toda su historia). La prensa internacional está tratando de poner luces sobre cómo los estereotipos de género pueden estar jugando un papel en la elección del candidato demócrata, puesto para el que hay varias precandidatas mujeres. La periodista del “New York Times” Maggie Astor ha publicado un artículo que precisamente explora el tema (“‘A Woman, Just Not That Woman’: How Sexism Plays Out on the Trail”). Astor sostiene que aunque pocos electores dicen que dudarían en votar por una mujer presidenta “la reticencia hacia votar por candidatas femeninas es aparente en el lenguaje que los votantes usan frecuentemente para describir a los hombres y las mujeres que postulan a cargos públicos; las cualidades que dicen que buscan los electores; y las fallas percibidas que los electores dicen que están dispuestos o no a dejar de lado”.
La periodista menciona, entre otras cosas, lo que llama ‘la trampa de ser simpático’ (‘the likability trap’): “Una de las cualidades más amorfas por la que se juzga a los candidatos es el ser simpático, algo que también está profundamente influenciado por los sesgos de género, dicen los investigadores. Los electores también buscan esto en los hombres –considérense las preguntas del tipo ‘con quién preferirías tomarte una cerveza’ en las campañas– pero las investigaciones demuestran que solo en las mujeres esta cuestión se considera no negociable”. Otra arista del problema radica en que “las cualidades que los electores tienden a esperar de los políticos –como la fuerza, la dureza y el valor– están popularmente asociadas con la masculinidad” (en el Perú, dicho sea de paso, una encuesta hecha en el 2010 por Ipsos reveló que un 15% de peruanos creía que el próximo presidente debería tener mano dura. Vale la pena pensar en las implicancias del género tras esta estadística...).
Dicho esto, existe también un segundo punto en juego cuando hablamos del deseo de tener una presidenta mujer: el de vernos representadas. Y vernos representadas no implica solamente ver a una persona de nuestro género ciñéndose una banda presidencial. Implica ver a alguien que busque llevar adelante la causa de las mujeres, entendida esta desde una visión integral y, por ello, relacionada a temas como el acceso a la educación, la discriminación, la pobreza, etc.
Lo anterior se relaciona con un último aspecto importante: incluso si una candidata tiene una agenda en la que busca representar a las mujeres, esta no necesariamente será una candidata que queramos elegir. Ello dependerá de otros factores, como lo que cada uno crea acerca de la viabilidad de sus propuestas, sus prioridades, su lectura de los problemas y su ideología.
Por ello, entonces, la cuestión de la importancia de una presidenta mujer no se agota en el género de quien lleve la banda. Tampoco en tener una o dos candidatas fuertes, ni eventualmente una presidenta.