Y de pronto, cinco ministros del Interior después, tenemos a uno hiperactivo, verborrágico, aspaventoso, que no anda en terno, encabeza operaciones policiales y confiesa que tiene miedo cuando sus hijas salen por la inseguridad en las calles. Para que deje de hablar, va a ser necesario alejar micrófonos y grabadoras. Aunque si sigue así, no va a faltar quien quiera taparle la boca.
Daniel Urresti llegó al Ministerio del Interior para sacudirlo. Ha adoptado el papel de la autoridad que se pone en los zapatos de la gente, habla y camina como ella ,con un solo objetivo: generar confianza. ¿Basta con ello para derrotar a la delincuencia? Definitivamente no. Como dice Carlos Basombrío, si la inseguridad ciudadana se resolviera con voluntarismo, hace tiempo que viviríamos en un paraíso. Ineptitudes aparte, no hay un solo inquilino del edificio de Limatambo que no haya querido acabar con la delincuencia. Pero la dimensión del problema es tal que no se resuelve con solo ponerse una gorrita y salir a hacer incautaciones de repuestos robados en San Jacinto.
Sin embargo, no suena mal tener un ministro que hable como el ciudadano de a pie, muestre liderazgo y excluya de sus discursos palabrejas tan desatinadas como ‘percepción’ y otros absurdos tan irritantes.
Pero ello no basta. Por eso Urresti es, antes que nada, una gran interrogante. Ha dicho que su objetivo principal es enfrentar los robos callejeros, los menudos, esos que tanta desconfianza y miedo provocan. También que no dejará que circulen autos con papeletas y que si no hay depósitos a donde llevarlos, él verá cómo soluciona eso (¿los estacionará en su garaje?). Pero ha dicho muy poco del pandillaje o de la lacra del sicariato.“No podemos vivir en búnkeres”, ha señalado, para luego indicar que su labor será ejecutiva y del resto “se encargarán los especialistas”.
Urresti habla como político en campaña. Sus palabras suenan a música celestial para el oído de la calle. “Al fin alguien que dice las cosas como son”, dirán muchos.
La pregunta que aún no responde es cómo hará para hacer realidad tanta belleza. Con puro punche y ganas no alcanza. Hace falta una estrategia coordinada, organización y algo de lo que muy poco se habla: que el agente recupere la confianza en sus jefes, que se sienta respaldado, que vuelva a tener orgullo de pertenecer a la institución policial.
Y para ello se necesita combatir la corrupción, no solo la que por unos billetes convierte a los semáforos en postes y hace que los brevetes tengan el mismo valor que una tarjeta de Monopolio. Urresti necesita acabar con la corrupción de adentro, esa que carcome la institución policial hasta sus más altas esferas.
Por ahora, con mucho ruido, está intentando devolverle vida a un ministerio que parecía uno de los zombis de “The Walking Dead”. Por el bien de todos, este shock de adrenalina no debe quedar en simple fuego de artificio.