La penúltima vez que un Congreso aprobó la vacancia de un presidente fue hace 20 años.
Luego, pasaron 15 años con tres gobiernos democráticos que enfrentaron crisis políticas de mucho menor magnitud. Solo caían gabinetes en promedio una vez por año. No caía el primer mandatario, ni se cerraban los congresos.
El Perú es un país difícil de gobernar. Los conflictos sociales, la corrupción y los rebalanceos al interior del poder provocan –de cuando en cuando– crisis políticas, que se resuelven con cambios de ministros o de todo el gabinete, dependiendo de la magnitud de cada una.
Esos tres gobiernos tenían diversas configuraciones de alianzas en el Congreso que garantizaban la gobernabilidad democrática. Aunque en el último año de Humala, este perdió el control del Parlamento. Y se produjo la primera observación del Ejecutivo ante una norma congresal importante: el libre uso del fondo de pensiones para fines no pensionarios.
En el 2016 se configuró un escenario muy difícil. Un Ejecutivo con una pequeña minoría en el Congreso y sin capacidad mutua de tender puentes duraderos con la mayoría. Nuestro pasado republicano muestra que estas configuraciones han terminado en golpes de Estado. Pero eran otras épocas. Ahora esta configuración ha terminado con dos censuras de gabinete (la segunda tras una negación “fáctica” de la confianza), la renuncia de un presidente y la consecuente asunción del vicepresidente, un cierre del Congreso, una vacancia presidencial y, por último, dos presidentes del Congreso asumieron la presidencia con un diferencia de solo 7 días. Esto último luego de la irrupción de un nuevo actor político: la calle 2.0.
Ya no es la calle tradicional, la de la puesta en escena de los reclamos gremiales y la CGTP. Ahora habría primado una suerte de hartazgo con la clase política y un fuerte sentimiento anticorrupción. El uso intensivo de redes sociales, una mayor presencia de jóvenes de niveles socioeconómicos B y C, algo de D y la elevada presencia de mujeres. En buena medida, las recientes marchas se han caracterizado por su rapidez y espontaneidad.
La gran mayoría de los manifestantes no está articulada ni a partidos ni a una ideología concreta. En buena parte de estos grupos no parece haber muchos reclamos por una nueva constitución, salvo en grupos minoritarios de izquierda, más ideologizados en lo económico. Sin embargo, sí parece haber mayor consenso en reformas al sistema político (inmunidad parlamentaria), de derechos civiles de minorías (matrimonio igualitario) y respeto al medio ambiente. Es posible que veamos algunas reformas constitucionales en el próximo Congreso, si la ciudadanía mayoritariamente otorga ese mandato con su voto. Un cambio en el modelo económico de mercado no parece ser la bandera de la mayoría de los marchantes.
Lo nuevo es que, mediante las redes sociales, con simples códigos, hashtags y eslóganes, se puede llevar a cambios políticos si se logra sumar la cantidad de adeptos suficiente por una causa común. El riesgo es la baja institucionalidad del país. A la crisis de nuestra democracia representativa le ha salido al frente una suerte de democracia directa. Las elecciones del 2021 son una oportunidad para encauzar estas manifestaciones. Aunque, con el actual sistema político, que ello ocurra, lamentablemente, tiene baja probabilidad de éxito
El sistema económico peruano es fuerte. Una economía guiada por el mercado junto con un cuadro de estabilidad macroeconómica ha servido de base para el crecimiento económico y el incremento del bienestar de las familias peruanas en las últimas tres décadas.
Hasta parecía que la política y la economía seguían dos caminos paralelos. Lo que obviamente no es verdad. Las recurrentes crisis políticas no permitieron el diseño y ejecución de reformas más profundas de los servicios públicos como la educación, la salud, la seguridad ciudadana y el servicio de justicia. Ciertamente ha habido avances en estas áreas, pero se pudo ir más lejos de no haber sido por los bloqueos de diversos grupos de interés, tanto privados como del propio sector público. La reforma del Estado y sus instituciones no ha ocurrido en gran parte por el sistema político disfuncional para la puesta en marcha de mejores políticas públicas. Y mientras eso sea así, no volveremos a tener altas tasas de crecimiento económico.
Los congresos desde hace 25 años no pusieron en duda los preceptos básicos de la estabilidad económica. El equilibrio fiscal era considerado la piedra angular de la estabilidad. Hasta la elección del actual Congreso, cuyas propuestas en materia económica han comenzado a minar el sistema. El Congreso elegido para terminar el período de gobierno ha resultado ser el principal enemigo del sistema económico. Desconoce contratos (concesiones de carreteras), no parece entender el funcionamiento de una economía de mercado (leyes de especulación y acaparamiento), ignora que la Constitución le prohíbe tener iniciativa de gasto (propuestas como las llamadas “devoluciones” de aportes de la de ONP). Afortunadamente, luego de las protestas juveniles, han perdido relevancia partidos como Podemos y UPP. Esperemos que en partidos mayoritarios como AP y APP prime la sensatez económica.
Ahora que tenemos un nuevo Ejecutivo, fruto de la voluntad del mismo Congreso que interpretó y canalizó el mayoritario sentir de la calle, es probable que ambos poderes puedan entenderse mejor y nos lleven a una transición política con una economía rebotando a casi dos dígitos en el 2021.
La única manera de romper este equilibrio precario de crisis políticas y bajo crecimiento económico del último quinquenio es con una reforma política que lleve a producir mejores políticas públicas.
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