Los intentos por vacar al presidente Martín Vizcarra con una moción en base a audios con pericias que se hacen a las prisas, sin cumplir el curso regular y legal de las investigaciones; sumados a las llamadas a los jefes de las Fuerzas Armadas antes de que finalicen los procedimientos dispuestos por la Constitución, demuestran algo inobjetable: el agujero en el Perú siempre puede ser más hondo y nauseabundo.
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Bajo cualquier perspectiva, resulta inadmisible que los congresistas toquen las puertas de los cuarteles como también que los mismos jefes castrenses, que han rechazado aquellos cantos de sirena, posen en traje de combate detrás de los ministros de Estado delante del cuadro de Tupac Amaru en Palacio de Gobierno.
La Constitución es clara y no admite medias tintas, pues las Fuerzas Armadas no son deliberantes en ningún caso y los civiles no pueden usarlas para garantizar la democracia ya que ese día, precisamente, estará acabada.
Al Congreso le asiste todo el derecho de fiscalizar las labores del Poder Ejecutivo y el presidente Vizcarra tiene la obligación de rendir cuentas no solo por dichos audios, sino por todas las contrataciones en el Estado vinculadas a personas de su entorno, al igual que los casos de corrupción que se vienen denunciando durante su Gobierno.
En ningún caso debe haber borrón y cuenta nueva. En los últimos años hemos sido testigos de que la corrupción e impunidad vienen carcomiendo nuestras instituciones republicanas.
No obstante, la Carta Magna de 1993 –aquella que todos los involucrados juraron hacer cumplir y respetar– es clara en el sentido de que el presidente de la República solo puede ser procesado a la hora que concluya su mandato. No antes.
Si bien está vigente aquella poderosa arma cargada dentro del brumoso artículo que permite la vacancia presidencial por incapacidad moral, este instrumento constitucional debería ser el último y no el primer recurso al cual echen mano los legisladores para satisfacer apetitos, saltarse la cerca, ajustar cuentas con los adversarios. Hacer eso demuestra que poco les importa el destino de los ciudadanos que los elegimos.
Como una ironía que llega a los límites del sarcasmo, quien encabeza las investigaciones que conducirían a la vacancia por incapacidad moral es nada más y nada menos que una persona con seis procesos abiertos por acusaciones de corrupción y enriquecimiento. Debido a ello pende sobre él un pedido de 17 años de prisión formulado por el Ministerio Público.
Bien sabido es que el poder desvirtúa las mejores intenciones. Que, en los últimos años, presuntos salvadores de la patria devinieron en fantoches o se revelaron en figuras sin escrúpulos para transformar a nuestra política en una selva frondosa en la que las leyes existen para no ser cumplidas.
Como resultado de ello se derivan los últimos acontecimientos: ¿por qué mientras el país atraviesa una de las peores crisis de su historia, con una pandemia que está matando a miles de peruanos y dejando a millones sin empleo, existe un puñado de personas desesperadas por tomar el poder? ¿Por qué también tenemos tantos aventureros dedicándose a la política o usándola como una vía para enriquecerse o responder a intereses oscuros? ¿Por qué la traición se convirtió en moneda corriente?
La honestidad y la coherencia son bienes que se han esfumado. Esa es la cruda realidad cotidiana. No caeré en el facilismo de afirmar que todo tiempo pasado fue mejor, porque personas corruptas, mediocres y de escasas cualidades ha habido en nuestra política desde que el Perú se transformó en una república e, incluso, mucho antes.
Solo que ahora las excepciones se han transformado en regla y ocupan los espacios o acceden con facilidad a puestos donde se deciden los destinos de millones de peruanos a través de la conquista del voto ciudadano.
¿Cómo llegamos a eso? Porque personas de bien –hombres, mujeres, obreros, campesinos, sindicalistas, empresarios, amas de casa, estudiantes, grandes científicos e intelectuales– huyen y rehúyen a la política. Prefieren mantenerse al margen debido a que la conciben como un espacio hediondo, donde pululan seres desprovistos de escrúpulos y baja estofa.
Hoy más que nunca se requiere que una nueva generación de peruanos con auténtica vocación de servicio tome la posta. Gente que piense, actúe y haga las cosas de un modo distinto, renunciando a apetitos personales, que no se concentre en el corto plazo, con partidos políticos sólidos que reconstruyan este país tantas veces derrumbado y que de nuevo lo han convertido en escombros.
Solo así saldremos del hondo agujero en que nos hemos metido para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos puedan sentirse orgullosos de vivir en una patria libre, justa y solidaria, donde la clase política esté siempre a la altura de las circunstancias y no como hoy, escarbada del pantano.