Daniela Meneses

Hace dos años, escribí en este espacio un artículo sobre la ira como respuesta a nuestros políticos. Mencioné entonces a la filósofa Martha Nussbaum, quien en su libro “La ira y el perdón” (2016) la entiende como el sentimiento que se produce cuando sentimos que hemos sido dañados de forma ilegítima. Nussbaum nos cautela, sin embargo, contra la idea –que considera tal vez un rezago del pensamiento mágico– de que el dolor del otro tiene el poder de cancelar el daño sufrido. Para ella, la ira inicial debe hacerle espacio a una etapa de transición: el deseo de venganza tendría que ser “prontamente dispersado por pensamientos más sensatos de bienestar personal y social”. Una recomendación juiciosa que, sin embargo, quizás en pocos momentos se ha sentido más difícil de seguir que cuando vemos imágenes de Manuel Merino jurando o de los heridos en las protestas…

Sin duda muchos estamos sintiendo rabia. Pero es otro sentimiento sobre el que quiero escribir aquí ahora, uno que en mi caso, debo admitir, está tomando protagonismo: la tristeza. Es la tristeza la que me tiene atrapada desde el lunes. Y creo que en esto no estoy sola. Basta pasar algunos minutos en redes sociales o en chats grupales para encontrar frases como la que dan título a esta columna o ver imágenes estampadas con apelaciones al dolor.

Al buscar ahondar sobre el lugar de la tristeza en la política, encuentro muchos artículos en medios estadounidenses, con Donald Trump como música de fondo. Textos sobre cómo la tristeza, soledad o fatiga parecen ser respuestas comunes en personas que ven a su candidato perder en una elección (Christopher Ojeda, “The Conversation”). Menciones a un estudio sobre las elecciones del 2012, que “encontró un descenso significativo del bienestar entre los votantes que apoyaban al candidato perdedor” (Arthur C. Brooks, “The Atlantic”). Guías prácticas para manejar “depresión poselectoral”. Discusiones sobre la importancia de que la política sea un tema en sesiones de terapia (Richard Brouilette, “The New York Times”). Incluso leo uno –que recomiendo particularmente– sobre “cómo la nueva tecnología está permitiendo a las campañas apelar a los pensamientos y sentimientos subconscientes de potenciales votantes” (Sue Halpern, “The New Yorker”).

Pero en quien más pienso esta semana es en Ann Cvetkovich, quien se encuentra entre las académicas que colocan el afecto en el centro de la discusión y que –en palabras del periodista del “New Yorker”, Hua Hsu– ven “nuestro mundo no solamente tomando forma en base a narrativas y argumentos, sino también en base (…) al humor, la atmósfera, los sentimientos”. Autoras que, podríamos tal vez decir, parecen darnos ‘permiso’ para pensar, especialmente en momentos como estos, en nuestros sentimientos en todo su peso.

Con Cvetkovich, esto se traduce, por ejemplo, en prestarle atención a cómo los sentimientos se están erigiendo como bases de nuevos lazos y afinidades, y a la manera en la que le están dando forma al activismo que vemos en las calles. Y se traduce también en la importancia de que la memoria histórica que creemos de este episodio no deje de lado lo que estamos sintiendo los peruanos. En la importancia de que, tomando un término de Cvetkovich, construyamos un ‘archivo de sentimientos’ que no permita que las historias individuales de tristeza y dolor, que las historias de rabia y frustración, que esas historias que nunca son muy personales ni muy pequeñas, queden en el olvido.