"Solo algunas horas pasaron entre la llegada de las vacunas a Lima y la partida de Osvaldo Cattone". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Solo algunas horas pasaron entre la llegada de las vacunas a Lima y la partida de Osvaldo Cattone". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alonso Cueto

La llegada de la al Perú se convirtió en un ritual con ribetes religiosos. El aterrizaje del avión, la aparición de las cajas refrigeradas, los funcionarios que al día siguiente cargaban cada caja en un hospital, parecían eventos en la marcha milagrosa de un objeto sagrado. Cuando los frascos de vacunas llegaban a cada hospital, médicos, técnicos y enfermeras hacían un corredor de aplausos a su alrededor. El ritual como celebración es un aspecto esencial de la peruanidad. Algunas frases, dichas por el personal médico, lo definen: “Las vacunas son una luz”, “una dosis de esperanza”.

Es cierto que las vacunas no tendrán efecto sino hasta dentro de unas semanas o meses y también que todavía han alcanzado a muy pocos. Sin embargo, la idea de que el camino se ha abierto, de que están aquí, de que este fin de semana llegarán otras y luego otras a lo largo del año, es un nuevo umbral en la escala de la resiliencia, esa virtud instintiva, con la que los peruanos enfrentamos el mundo. En este caso, por lo que sabemos hasta ahora, la colaboración entre el gobierno central y la empresa privada ha dado resultados que merecen ser reconocidos con claridad.

Solo algunas horas pasaron entre la llegada de las vacunas a Lima y la partida de . No me sorprendería que se enterara del evento con un suspiro. Cattone siempre tuvo un extraordinario talento para asimilar las buenas noticias y decantarlas en un fondo de optimismo convertido en costumbre. Su sonrisa era invulnerable. Esa fe lo hizo sostener el Teatro Marsano a lo largo de todas las dificultades, incluyendo los años de la guerra de Sendero Luminoso. Durante varias décadas nunca dejó de producir, dirigir y actuar en obras de todos los géneros. En un país que tiende al silencio, siempre estaba haciendo ruido. Encontraba algún motivo para celebrar. Poco antes del inicio de la cuarentena el año pasado, iba a estrenar “El rey se muere” de Ionesco. Hasta hace poco (lo dijo en una entrevista a El Comercio), repasaba sus líneas: “¡No me moriré nunca, carajo! Lo principal es la política. Lo principal es el estado de mi reino. Lo principal es seguir con la corrupción.” Cattone iba a encarnar a un rey diagnosticado con una enfermedad incurable que sin embargo insiste en su poder. Cualquiera de los muchos caudillos de nuestro tiempo –Trump, Maduro, Ortega, Bolsonaro–, podrían estar representados. En esa entrevista con Diana Quiroz, Cattone definió la obra con una frase que resulta muy actual: “Es la historia de un rey demente que arruina un país”.

Hace pocos años, estuve con él en un acto en la Municipalidad de Miraflores. Me sorprendió su agilidad para subir y bajar escaleras, a los ochenta y seis años. Estaba orgulloso, con razón, de que aún podía memorizar una obra para interpretar cualquier papel. Este amor a su oficio lo sostenía. A propósito de este sentido de la persistencia, hay que celebrar la actitud de todos nuestros grupos de teatro e instituciones musicales, entre ellas a la Sociedad Filarmónica que inicia en estos días sus conciertos virtuales de guitarristas peruanos.

Despues de los rituales de bautizo de los primeros vacunados y los rituales de despedida de un gran peruano, los siguientes meses transcurrirán entre los ataques entre candidatos, las visiones fatalistas, y la incertidumbre del fin de la campaña. Pero por el momento hay que agradecer el umbral de las vacunas disponibles y la vida de Cattone que nunca quiso bajar su sonrisa del escenario que nos puso al frente. Aplausos fuertes, que ojalá inspiren.

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