Ayer en la tarde el presidente Francisco Sagasti pudo realizar, al fin, el anuncio que todos –o la mitad de– los peruanos estábamos esperando: 300.000 dosis de vacunas de Sinopharm fueron embarcadas con destino al Perú y llegarán mañana domingo. Luego de casi un año de pandemia en nuestro país, la noticia es, sin duda, una luz de esperanza. Sin embargo, aún falta mucho camino por recorrer para salir airosos de la lucha contra el COVID-19.
La vacuna es requerida por casi todos los países del mundo y se han solicitado billones de dosis alrededor del globo. La oferta es incapaz de seguir el ritmo.
El Perú, luego de negociaciones inefectivas en el gobierno de Martín Vizcarra, ya ha firmado contratos con tres laboratorios y va camino a cerrar acuerdos con otros tantos más. Aunque se supone que la mayoría de ellas llegaría en el último trimestre del año, lo cierto es que lo más probable es que haya retrasos en las entregas y terminemos recibiendo las dosis que necesitamos en el 2022.
En este escenario, los retos que deberá enfrentar el actual gobierno y el siguiente son diversos. En primer lugar, la llegada de las vacunas será un respiro para Sagasti y su equipo. La desaprobación creciente con la que cuentan entre la opinión pública debería ceder ante el cumplimiento de una promesa. Los peruanos esperamos poco de la palabra de los políticos, por lo que en los raros casos en los que llegan a concretarse, solemos premiarlos. Aun así, esta debería ser una luna de miel breve para el Ejecutivo. La cantidad de vacunas que llegarán el domingo es aún pequeña comparada a lo que necesitamos, con lo cual solo va a poder calmar la ansiedad de la población por un tiempo limitado. Es importante que el Gobierno despliegue una logística impoluta para el proceso de vacunación y que desarrolle una estrategia comunicacional sólida para ampliar lo más posible la cosecha de los réditos políticos de este hito.
Si bien las vacunas son –salvo cepas zombis mutantes– la solución a la pandemia, aún falta mucho para que suficientes peruanos estén vacunados y podamos decir que estamos a salvo. Es por ello que la prevención debe continuar siendo la prioridad en el país. Aquí llega la parte en la que hablamos del elefante en la habitación: la cuarentena. Hace casi una semana que empezó a regir, pero, salvo porque nuevamente hay hogares con suficiente papel higiénico para limpiarse el poto por tres vidas seguidas, poco parece haber cambiado. Para colmo de males, no hay bono a la vista. El Gobierno ha dicho que llegará en quincena, pero aún no tiene padrón de beneficiarios y es improbable que cumplan con los plazos propuestos.
La cuarentena, como dije en mi columna anterior, es inviable por el nivel de deterioro económico que han sufrido las familias. Así, se ha creado una situación ilógica en la que el Gobierno promueve el desgobierno a través de una cuarentena que sabe que nadie va a acatar y que no es capaz de imponer.
En lugar de pretender que un Estado oxidado controle a los ciudadanos, se debería promover que nosotros mismos nos vigilemos. Es decir, empoderar al vecino que ve a otro sin mascarilla, para que le grite con confianza que se la ponga. Promover espacios de denuncia ciudadana contra los que organizan fiestas clandestinas. Educar a los trabajadores para que exijan espacios ventilados. En resumen, apoyarse en los peruanos responsables para salir adelante. Si no, va a ser virtualmente imposible resistir hasta que lleguen todas las vacunas necesarias.
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