Hacia 1880 Estados Unidos vio con preocupación cómo la guerra entre el Perú, Bolivia y Chile ponía en peligro la paz de la región. Por ello, decidió mediar en el conflicto convocando conferencias entre los plenipotenciarios de las naciones beligerantes a bordo de la corbeta Lackawanna. La primera se celebró el 22 de octubre de 1880 en la rada de Arica. Para la historiografía chilena, la Conferencia de Arica es una comedia a la que el Perú concurrió engañado por el diplomático estadounidense Charles Adams y a la cual Bolivia asistió respondiendo a las presiones de su aliado. Intelectuales chilenos se burlaron del esfuerzo pacificador. Isidoro Errázuriz describió la apuesta por la paz como una “hija de la ilusión”. De reverenda “pamplina” la tildó el famoso político y coleccionista Benjamín Vicuña Mackenna.
La Conferencia de Lackawanna fue la última oportunidad de contener una guerra cuyas repercusiones aún se sufren. Así, el evento –catalogado uno de los mayores reveses de la diplomacia estadounidense– muestra cómo la ausencia de magnanimidad con el vencido sembró las semillas de futuras disputas territoriales e incluso marítimas.
En carta privada al presidente Aníbal Pinto, del 22 de octubre de 1880, Eugenio Altamirano, plenipotenciario chileno, comentaba sus esfuerzos por eliminar “la aspereza de un ultimátum” de la propuesta de La Moneda. Transmitía, asimismo, su certeza de que los representantes del Perú y Bolivia entendían la situación hegemónica de Chile.
Por ello, era imprescindible que su delegación apretará “la cuerda” para que los aliados perecieran lo antes posible. Tras asegurarle a Pinto que él y José Francisco Vergara, el segundo delegado, estaban plenamente convencidos de que debía obrarse con rigor, Eugenio Lillo, el tercer representante, mostraba una piedad incomprensible con el Perú y Bolivia.
Como lo sugirió Altamirano, el ultimátum chileno a estos países significaba la partida de defunción de dos naciones condenadas a la destrucción política, económica y moral. Cabe recordar que la demanda chilena estipulaba la cesión de los territorios de Antofagasta y Tarapacá; el pago de una indemnización de 20 millones de pesos, de los cuales cuatro debían hacerse en efectivo; la devolución de la propiedad chilena nacionalizada por el Perú y Bolivia; la devolución, asimismo, del transporte Rímac; la anulación del Tratado de Alianza Defensiva; la retención por parte de Chile de los territorios de Moquegua, Tacna y Arica (hasta que las condiciones previas fueran cumplidas); y el compromiso del Perú de no artillar el puerto de Arica una vez verificada su devolución.
Las delegaciones peruana y boliviana se retiraron ante demandas que no otorgaban ningún espacio para la negociación. Antes de despedirse, Mariano Baptista, plenipotenciario boliviano, señaló lo que sucedería tras el triunfo de la fuerza sobre la diplomacia. En un escenario de “vencedores y vencidos”, los últimos abrazarían “el sordo trabajo del desquite”, mientras los primeros se afanarían en la estéril tarea de impedirlo.
Por ello, no sorprende la actitud chilena ante el contencioso boliviano y la creación del distrito de La Yarada-Los Palos. Esto no significa que Chile no deba asumir su responsabilidad histórica en un asunto que pudo ser tratado con menos soberbia y más empatía y magnanimidad.