(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Fernando Berckemeyer

En los últimos días Ecuador y el Perú han puesto un muro para detener la llegada de los crecientemente desesperados (si bien en Ecuador una medida cautelar le acaba de hacer un hueco). No se trata de un muro físico, pero es como si lo fuera. La forma diplomática que le han dado no engaña a nadie con un poco de información sobre la situación venezolana. En tramitar un pasaporte cuesta, en la práctica, de US$1.000 para arriba, mientras que el salario promedio de los médicos, por ejemplo, es de US$35 mensuales. Exigir un pasaporte vigente a los inmigrantes de un país con esas características es decirles: “¡No pasarán!”.

Como, por otra parte, la exigencia del pasaporte ya había sido puesta por Chile y Colombia, en los últimos meses se han cerrado cuatro de los seis destinos a los que más han subido las llegadas de venezolanos desde el 2015.

Este reciente cambio en la reacción solidaria que venían teniendo los países de Sudamérica frente al éxodo de Venezuela es doblemente trágico: trágico por sus consecuencias y trágico por sus causas.
Lo de las consecuencias está claro: más allá de la discusión técnica acerca de si les corresponde el estatus jurídico de refugiados, lo que es un hecho es que la migración venezolana es de sobrevivencia. El venezolano promedio perdió 11 kilos de peso a lo largo del 2017 por el hambre que campea en el país.

Pero las causas detrás de este cambio, como decía, son igualmente trágicas. Porque lo que alimenta el miedo al que nuestro gobierno y otros de la región están cediendo de forma populista no es más que una serie de fantasmas o, si se prefiere, de mentiras.

De estos fantasmas, acaso el más difundido es el que, con remarcable ruindad, atizaba por estos días en sus redes uno de los candidatos favoritos a la alcaldía limeña (quien ya antes ha dado públicas muestras de acumular en su persona todos los prejuicios de la tribu). “Los venezolanos vienen a quitarles trabajo a los peruanos, esa es la verdad del asunto”.

Con esa lógica los habitantes de Miami tendrían que haberse arruinado luego de que, tras el éxodo del Mariel, la oferta de trabajadores en la ciudad subiese, de un solo golpe, en 7%. En la realidad, según una ya célebre investigación del economista de Princeton David Card, la repentina y masiva inmigración del Mariel ni siquiera produjo una baja en los ingresos de los trabajadores menos calificados de la ciudad.

Aunque no es necesario recurrir a ejemplos históricos para ver qué tan absurda es la idea de que cuantas más personas haya en un país en un tiempo determinado menos oportunidades habrá para cada una de ellas. Desde esa perspectiva, habría que poner límites al número de hijos –que no son más que migrantes venidos del “más allá”– que cada generación pueda tener. Si vamos a considerar la torta económica como algo estático, lo que convendría siempre es mantener bajos los números demográficos, y eso significa frenar tanto la cantidad de inmigrantes como de hijos.

Afortunadamente, la economía no es algo estático. Cada persona que trabaja aumenta la producción del lugar en el que está y, con ella, la riqueza general. De hecho, quienes vienen huyendo de situaciones extremas, como los venezolanos que hoy buscan reubicarse por todo el subcontinente, tienden a estar particularmente dispuestos a esforzarse y a ser, por consiguiente, especialmente productivos.

Los fantasmas no existen en la realidad, pero los daños que causan sí. Los latinoamericanos de bien tenemos que hacer causa común para enfrentar los prejuicios y miedos que hoy están cerrando la puertas del subcontinente a nuestros sufridos hermanos de Venezuela. Una situación que, mientras que el miedo al inmigrante va dejando sin opciones a miles de venezolanos perseguidos por el hambre, solo puede describirse con justicia parafraseando a Winston Churchill: Jamás tantos sufrieron tanto por un cuco.


Nota del editor: Una versión previa de esta columna fue .