Juan Paredes Castro

Después de haber visto la extrema vulnerabilidad de ciudades de la costa y sierra del , incluida Lima, la capital, para caer en total colapso ante cualquier breve fenómeno de calentamiento climático, salta a la vista otro mal histórico del país: el de su abandono territorial.

Indudablemente sobrevienen los problemas de reconstrucción y emergencia y las culpabilidades y penalidades sobre los regímenes y funcionarios que durante y después de sucesivos desastres elevan, por sí mismos, y en medio de no pocas tragedias humanas, sociales, económicas y políticas, un monumento a la ineptitud, corrupción e impunidad.

Por ahora, el problema por atacar no es este, sino el vergonzoso abandono territorial de décadas, que contrasta, indignamente, con todo lo que le ha costado al Perú, entre herencias coloniales y republicanas, guerras y sangre derramada, heroísmos ejemplares y complejas batallas jurídicas como la de La Haya, delimitar sus fronteras terrestres y marítimas.

Al Estado Peruano no parece importarle demasiado perder grandes espacios urbanos y rurales a mano de traficantes de tierras, ceder enclaves estratégicos como el Vraem a manos terroristas de Sendero Luminoso y atestiguar ofertas públicas indecentes y antipatrióticas de mar para Bolivia de un expresidente como Pedro Castillo, mientras una Ucrania heroica, allá en un extremo del mundo, defiende valerosamente cada metro cuadrado de su patria de la invasión rusa.

Pareciera que los peruanos hemos dado por sentado que el abandono territorial consuetudinario que padecemos forma parte de la normalidad del país, de la misma forma como tomamos como normal la fragmentación de la nación, el divorcio de la sociedad con el Estado, la suerte a medio construir de la República, el sistemático incumplimiento de la ley y la Constitución y el ineficaz funcionamiento del Gobierno y el Congreso.

Si no hay desde hoy un manejo territorial serio, ordenado y responsable –que equivale, entre otras cosas, a canalizar y represar ríos, a erradicar centenares de poblaciones de cuencas y quebradas de riesgo, a controlar el caudal de lagunas, a replantear la ingeniería de carreteras y puentes, con un alto sentido de prevención–, veremos con más frecuencia a toda la costa y a toda la sierra hundidas en agua, lodo y piedras.

En un país de histórico riesgo sísmico como el nuestro no dejan de ser, además, una locura los estándares de control tan laxos para la construcción formal e informal de viviendas y edificios.

Nada parece, pues, comparable a la fuerza de la naturaleza cuando esta nos revela, dura y sorpresivamente, como en los últimos días, nuestras más dramáticas precariedades históricas.

De pronto es tan fuerte el impacto de lo que pasa que no sabemos dónde está la nación, dónde el Estado, dónde el territorio, dónde la República y dónde el Gobierno que creemos conocer.

Una semana de lluvias, con desbordes de ríos y quebradas, ha arrancado al país entero –como lo hizo la pandemia del COVID-19 en el 2020 y el 2021– sus peores mentiras: la mentira de sus gobernantes y la mentira de sí mismo.

No somos la nación que creemos ser. Su visible fragmentación lo desmiente. No somos el Estado que creemos ser. Su tejido de ineptitud, corrupción e impunidad lo invalida. No somos el territorio que creemos ser. Su manejo es catastrófico en toda su distribución física y política: sus ríos, cuencas, quebradas, desiertos, bosques y reservas naturales superviven entre basurales, invasiones, milagros turísticos y reconocimientos en el papel.

Tampoco somos la República y el Gobierno que creemos ser. No hemos aprendido a construirlos porque gobernantes y gobernados confunden el poder como medio para servir el interés común con el poder como fin para servir intereses propios.

Entiendo que, con el muestrario histórico de imprevisión y fracaso del Estado frente a tantos desastres, ninguna autoridad de gobierno, región y alcaldía querrá ahora pasar por la vergüenza y responsabilidad de no hacer lo que tiene que hacer.

Es hora del trabajo inteligente, honesto y técnico de los sectores Vivienda, Transportes, Agricultura, Ambiente, Defensa, Interior y Relaciones Exteriores.

Si la presidenta y su equipo ministerial no quieren mentirle al país ni mentirse a sí mismos, saben que no van a poder reconstruir nada como quisieran, pero que sí pueden sacar a millares de damnificados de la emergencia y la desgracia mediante una buena dirección, una buena gestión y un buen control.

El territorio, hoy llamado a planificar, ordenar y administrar técnicamente, es, tras medio siglo de invasiones, inundaciones y tráfico de lotes y licencias, un territorio sobrepasado y desbordado de caos, informalidad y fatalidad urbana y rural.

De ahí que su manejo, fundamentalmente de Gobierno y Estado, no puede estar librado por más tiempo a lo que decimos aquí desde el titular: a un vergonzoso abandono.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor