Ya el título de este artículo transluce el clima político en el que vivimos. Debo decir que no soy político. Lo fui cuando era estudiante en la universidad. Pertenecía a la Democracia Cristiana y participaba con el entusiasmo propio de la juventud. Sin embargo, después de varios años de entregarme a una intensa militancia, sufrí un golpe que echó por tierra todas mis convicciones políticas.
Ello sucedió cuando el general Velasco Alvarado –cuyas ideas me parecían lo más alejadas de la democracia cristiana– decidió apoderarse de todos los diarios y entregarlos a personas de su confianza. Mi golpe fue aun más grave cuando supe que una de las figuras más importantes de mi partido había aceptado tomar la dirección del diario El Comercio. Inmediatamente firmé y entregué una carta de renuncia partidaria.
Nunca más formé parte de partido alguno. Mi paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores no fue tampoco un acto político, porque nunca acepté ninguna actividad más allá de las negociaciones para lograr la paz definitiva con Ecuador y con Chile. Cuando vi que esto era posible, no me detuve hasta lograr el restablecimiento de la amistad con ambos países hermanos.
Desde esa perspectiva lejana de la política, lo que sucede con los gobiernos y con los partidos resulta muchas veces incomprensible. Desde fuera de la batalla política, los golpes que se dan parecen querer sacar del camino a la parte contraria… lo que, a todas luces, resulta imposible. Por tanto, el debate, tal como se presenta, no tiene mucho sentido. Ambos lados se golpean, cada lado trata de desprestigiar al otro frente al pueblo en vez de trabajar conjuntamente por un país mejor.
El Perú necesita personas que piensen en las necesidades del país, en lugar de estar practicando una suerte de boxeo político, del que ambas partes salen con moretones. Ciertamente, de esa forma ninguno llega a vivir lo más importante: las necesidades que sufren nuestro hombre de a pie, nuestros trabajadores, nuestros campesinos, esto es, los no-políticos abandonados porque “hay mucho que hacer” contra el contrincante político.
Y es entonces que se cuela la izquierda por entre las piernas de los grandes grupos políticos. Mientras los boxeadores políticos están dándose de puñetazos en la cara sobre la lona, la izquierda hace correr entre los espectadores el rumor de que ella haría mejor las cosas y que, si la dejan, les daría más satisfacciones. Por tanto, pide a la tribuna que den gritos para obligar a la empresa a que los haga participar. Y es así como, de pronto, sin saber qué pasó, los boxeadores políticos encontrarían a una multitud dirigida por una izquierda que amenaza desbordarlos sin que ellos se hubieran dado cuenta anticipadamente del peligro porque se estaban dando trompadas entre sí.
Es preciso tomar consciencia de que ya no estamos en un período electoral, donde normalmente destacan los intereses partidarios. Estamos, más bien, en un país y con un Gobierno (incluyo como tal al Poder Ejecutivo, Congreso y Poder Judicial) que se encuentra en un momento muy importante, en el que vencedor y vencido en las elecciones tienen que trabajar en común para levantar al Perú. Si lo logran, ¡enhorabuena!, habrán cumplido con lo que el pueblo esperaba. Si no lo logran, ¡sálvese quien pueda!
Cuando pasen los años, el presente período debería recordarse como una época ejemplar de integración de los diferentes grupos políticos que buscaron, con las mismas perspectivas, el desarrollo del Perú; y que este desarrollo alcance a todos sus habitantes. En cambio, sería muy triste que los futuros historiadores miren hacia atrás y se lamenten al encontrar un Gobierno (en sus tres planos) donde todos chocan contra todos, que ha pasado a la historia como agrupaciones de resentidos, socialmente y personalmente, cuya conducta confusa e irresponsable impidió que el Perú –me refiero a todos los peruanos– creciera como debía ser.
Esperemos que no sea así y que los historiadores del futuro puedan describir esta época como la del triunfo de la buena razón, que conlleva el trabajo en común, el bienestar popular gracias al desarrollo general de la economía, la comunidad de principios entre los distintos poderes del Estado.