Debería estar presentándome en la feria del libro de una ciudad lejana, exhibiéndome en ella, firmando ejemplares de mis novelas, fingiendo entusiasmo, pero estoy en casa, en la isla, en pijama, a seis horas en avión de aquella ciudad distante, melancólica. Debería estar aliviado por no haber viajado a medianoche. No lo estoy. Me torturan la culpa y el remordimiento por no haber cumplido en asistir a un acto literario que anunciaba mi presencia, como si fuera gran cosa.
¿Por qué no he viajado, por qué no hemos viajado mi esposa, nuestra hija adolescente y yo? Por un número de razones que algunos juzgarán frívolas, deleznables. Primero, nuestra gata, ya bastante mayor, ha perdido la vista y a duras penas puede caminar. Luego, nuestro perro se ha torcido una pata, llora de dolor y no quiere comer. Además, nuestra hija lleva días con fiebre alta, pues al parecer se contagió de un virus, fina cortesía de sus amigas chismosas que la envidian y, como no pueden ser ella, la infectan de bichos invisibles, menoscabándole la salud. Finalmente, los gerentes del canal en que trabajo me pidieron que no viajara porque hay una desusada turbulencia política en este país, que, según ellos, exige mi presencia todas las noches, en directo, en mi programa de televisión.
Podría haber viajado solo, como antes lo hacía a mi antojo, sin pedir permiso a nadie, pero mi esposa, que es escritora, me pidió que no lo hiciera, que no la dejara en casa con la gata ciega, el perro cojo, la niña con fiebre y ella habiendo cancelado su acto literario en esa misma feria de la ciudad lejana. Habría sido egoísta y desleal por mi parte desoír sus peticiones, dar prioridad a mis vanidades de escritor y alejarme de casa para exhibirme en una feria remota, hablar pamplinas y zarandajas y firmar cursilerías en mis libros, rebajándolos de valor todavía más. Por amor a ella, y a nuestra hija, y a la gata, y al perro, cancelé el viaje y conseguí que la aerolínea chilena, siempre tan servicial conmigo, me diera devolución total por los tres boletos aéreos.
Al día siguiente, y al subsiguiente, me arrepentí de no haber viajado. Me dije a mí mismo: ¿cómo puede ser que la gata y el perro sean más importantes que tu gloriosa carrera literaria? ¿Cómo puede ser que tu programa sea más importante que tus libros incomprendidos, nunca bien ponderados? ¿No podía quedarse tu hija con fiebre al cuidado de su madre, y tú viajabas un par de días a la feria del libro? Debe de ser que los años me han vuelto cursi, sentimental, porque me respondí: mi familia es más importante que una feria del libro, que todas las ferias del libro, y mi familia son mi esposa y mi hija y mi gata y mi perro, y si todos me necesitan acá, pues acá me quedo y no hay más.
Pero, como soy bipolar, como peleo conmigo mismo, como me ensaño con mis dudas y debilidades, quise comprar tres boletos el jueves, y luego el viernes por la tarde, y finalmente el viernes a medianoche, pero ya no fue posible, no había tres asientos disponibles en clase ejecutiva, porque soy escritor, pero también ejecutivo, pues ejecuto mis libros pensando en que lleguen a muchos lectores. Aunque hice mi mejor esfuerzo, fracasé. En un vuelo a medianoche, había un solo asiento libre, el 5L, era mi última posibilidad de llegar a tiempo a la feria, pero no quise comprarlo, no quise o no pude ser egoísta y desleal con mi familia. Mi esposa, siempre una guerrera, cinturón negro en karate, me dijo si quieres viaja solo y no pasa nada. No, le dije, si viajo será con ustedes, y no hay tres asientos. Entonces viaja en ejecutiva y nosotras vamos atrás sin problemas, me dijo, y la amé. De ninguna manera, le dije, en todo caso yo iría atrás. Pero nuestra hija aún estaba con fiebre y nos parecía una locura llegar de madrugada a la ciudad lejana, presentarnos en la feria esa misma tarde y volar de regreso a la isla al día siguiente. Me rendí, nos rendimos. Luego fuimos a cenar a un restaurante japonés y le dije a mi esposa que todas las señales del universo o del azar o del destino o de los dioses eran inequívocas: no viajes, no viajen, si viajan por la pura vanidad algo malo habrá de ocurrir.
Y al aceptar el hecho definitivo de que no habríamos de viajar, recordé que en esta isla estamos en casa, nos sentimos en casa, y en la ciudad lejana donde nacimos mi esposa y yo, ya no estamos en casa, no nos sentimos de casa, a pesar de que tenemos una casa que es como un museo de los amores perdidos, de los ecos de voces afantasmadas, de los tiempos felices. En aquella ciudad distante y melancólica, es curioso, los tres nos sentimos extranjeros, intrusos, fuera de casa, sobre todo nuestra hija adolescente, que no tiene amigas allá, ni tan siquiera primas cercanas, y por eso, cuando nos encontramos de visita, se queda en nuestra casa, al cuidado de su nana, hablando por el celular con sus amigas del colegio, que, como provienen de familias más o menos adineradas, están en distintas ciudades del mundo, dándose la gran vida. Duele decirlo, pero nuestra hija se aburre en la ciudad lejana, no se siente parte de ella y solo tiene dos planes, ninguno demasiado irresistible: ver a sus abuelos o quedarse en nuestra casa, hablando con sus amigas viajeras.
Mi esposa sí tiene amigas en la ciudad donde nació. Le gusta invitarlas a comer. Salen juntas, se divierten, se ponen al día en el intercambio de chismes. Es lo que más le gusta de volver a esa ciudad en la que no vive hace ya muchos años: ver a sus amigas de toda la vida, comer con hambre y también sin hambre, beber con sed e incluso sin sed, hablar bien de las otras amigas, pero sobre todo hablar mal de ellas, que es mucho más divertido.
Yo no tengo amigos allá ni acá ni en el cielo ni en ninguna parte. Los he perdido a todos por egoísta, por infidente, por contar los secretos que no debían contarse. Entonces en la ciudad lejana me aferro a un plan y solo a uno, que es ir a la casa de mi madre a comer con ella. Soy inmensamente feliz con mi madre, a pesar de que nuestras ideas políticas o nuestra percepción de los políticos suelen ser irreconciliables. El problema es que estoy peleado con todos mis hermanos, y no son pocos, son siete varones pundonorosos, y algunos además pistoleros. De todos los pleitos con ellos, sospecho que yo mismo soy siempre el culpable: a uno lo he acusado de aprovechado y ventajista, a otro de cepillarse a mi exesposa la dignísima, a otro de impuntual e indelicado, a uno más de esquilmar como pájaro carroñero a nuestra madre, y así. Entonces me da miedo que alguno de mis hermanos se aparezca de sorpresa en casa de mi madre, me vea comiendo tequeños y tostadas con palta y, en venganza por su honor mancillado, me ponga un cuadro de mi abuelo como sombrero de ala ancha y me aviente luego un par de coscorrones. Por eso, en aquella ciudad triste, gris y sombría, suelo andar por la sombra, temeroso de que alguien me dé una paliza.
También me dan miedo los lectores, o ciertos lectores, que van a la feria del libro. Temo que alguno me acuchille, o me ahorque, o me bese con penetración de lengua, o me meta la mano y eso me guste. Temo que un lector me muerda la oreja y la deje mutilada y sangrando, o que un fanático religioso trate de matarme en nombre de sus dioses particulares, o que un antiguo amigo me pregunte ¿te acuerdas de mí?, y yo no recuerde su nombre por culpa de todas las pastillas que tomo para dormir, que son muchas.
Así las cosas, casi mejor no viajar a la feria, a ninguna feria, y mil disculpas por el plantón. A la hora exacta en que debería estar firmando libros allá lejos, me meteré en la piscina de esta casa y haré lo que hacen los nadadores en los juegos olímpicos, según he leído en un periódico, o sea, orinar discretamente.