Su madre deseaba que fuera obstetra –para traer niños al mundo– pero ella optó por el universo cálido de los fogones, las ollas y las cucharas de palo. Ese lugar mágico de donde emerge el ají de gallina, el arroz con pato, los picarones o el puré de pallares con su tradicional asado de tira. La hija no se desvió de los deseos de su progenitora. Porque el principal legado de Teresa Izquierdo es la celebración de la vida mediante el acto más noble y primario: cocinar para los demás. Venciendo los obstáculos que toda mujer negra y pobre debió enfrentar en el Perú racista y clasista donde le tocó nacer, doña Teresa, quien hoy hubiera cumplido 85 años de edad, se encumbró como una de las más insignes cocineras nacionales. Paradigma del talento, del coraje, pero también de la alegría de vivir y fe de la mujer peruana.
De padre rimense y madre cañetana, Teresa Izquierdo nació en un hogar humilde de Lince. Por tener una progenitora que se ganaba la vida como cocinera, la futura matriarca de nuestra culinaria aprendió desde muy pequeña sus secretos. Tal como ocurrió con esas deliciosas lentejas con las que sorprendió, a su mismísima madre, a los 8 años de edad. La tradición de la abuela, descendiente de esclavos y también gran cocinera, fue heredada por la nieta. En efecto, Teresita recibió en su ADN la creatividad, el amor al trabajo, la alegría y la sabiduría de las mujeres de su estirpe. “Voy creciendo como todo pobre, andando”, señaló alguna vez resaltando su capacidad nata de realzar los platos más “humildes” de nuestro acervo. Es probable que una infancia carenciada pero con una madre capaz de inventar nuevos sabores le enseñó a sacarle la vuelta a un destino marcado por su raza, su condición social y el hecho de ser mujer. Todo ello en una Lima segregada, donde con las justas terminó el quinto de primaria.
Su activismo en la cocina fue acompañado de declaraciones contundentes como cuando se refirió a “una raza negra disminuida” debido a que “el negro” servía para “chofer, lavandero, cocinero” o para trabajar en el campo. El gran logro de la mujer que vio crecer y florecer un restaurante, que inició con trescientos soles de capital, fue no solo ser pionera, junto con Rosita Ríos, del ‘boom’ culinario peruano, sino de elevar y dignificar el rol que nuestra sociedad, pacata e indolente, le asignó.
Detrás de cada historia de abuso y destitución existe la de una ciudadana peruana que, como Teresa, tiene ilusiones que la impulsan a luchar por una vida mejor. Ese fue el caso de Eyvi Ágreda, una cajamarquina de 22 años que llegó a Lima para realizar sus sueños y fue quemada viva por un machista controlador. A la estudiante de enfermería Marisol Estela Alva le arrancó la vida otro infeliz, quien luego de cometer su crimen la cubrió de ácido y la metió en un barril. Y qué decir del degollamiento público de Rosa Peralta, a quien su ex pareja pretendía “solo asustar”. El presidente muestra preocupación por la escasa presencia de mujeres en la administración pública, lo cual llegará por nuestros méritos y no por su intervención. Lo que más bien debería evitar es que nos sigan matando, maltratando, injuriando, calumniando, violando y denigrando a vista y paciencia de todos. Tal como ocurrió hace unos días con esa niña de 14 años raptada, drogada y violada por un rufián reincidente o de la madre y el hijo asesinados, este último viernes, por un desgraciado que ya había sido denunciado por ella a la policía.
Es importante preservar en la memoria a las víctimas de ese machismo matón que nos oprime, pero también celebrar a los millones de mujeres que representan el amor por la vida y el conocimiento que –día a día– se impone a la muerte y degradación. Porque si seguimos con el tema de nuestro acervo culinario se debe considerar un hecho histórico que, como tantos, hemos borrado de nuestra memoria colectiva. La crisis económica que vivió el mundo en la década de los 70 –que en nuestro caso se prolonga con la inflación aprista y el shock económico fujimorista–, produjo una respuesta concreta: los comedores populares administrados por miles de mujeres que dieron de comer a un Perú hambriento y doliente.
Los primeros comedores de sopa nacieron a finales de la década de 1970, cuando Teresa Izquierdo abría, con un gran esfuerzo, su restaurante. Fue un período de grandes movilizaciones sociales, justamente en las postrimerías del régimen militar (1968-1980). El sindicato de maestros (Sutep) presionó por mejores salarios y las escuelas en los barrios populares fueron tomadas. En ese contexto difícil, las mujeres comenzaron a preparar ollas populares para apoyar a los huelguistas. A partir de ese ejemplo otras más, especialmente las madres, decidieron organizarse en sus respectivos vecindarios y esa experiencia las ayudó a crear clubes femeninos para alimentar a sus familias. Solo en Lima, los comedores proporcionaron medio millón de raciones diarias. Un verdadero aparato cívico que contó con cien mil mujeres trabajando cotidianamente para alimentar a sus vástagos y eventualmente sostenerles una educación. Durante “la política de ajuste” de Alberto Fujimori (1991) los comedores superaron los 5.000, expandiéndose en el país.
Las políticas sociales posteriores disminuyeron la pobreza extrema, aunque la anemia nos la recuerda nuevamente. Sin embargo, y a pesar de ello, lo que nunca debemos olvidar es la apuesta por la vida de miles de ciudadanas peruanas en los momentos más aciagos de la república. A ellas va mi tributo al igual que a sus hijas, reales y simbólicas, que hoy forman parte del contingente de doctoras, enfermeras, contadoras, amas de casa, economistas, abogadas, maestras, académicas y asistentas sociales que tan solo demandan respeto por sus vidas y equidad. ¡Ni más ni menos!