Mi hermana me alcanza su teléfono y me dice: “Mira este video”. Es uno claramente grabado con una cámara de seguridad, puesta en la esquina superior de una habitación. Tiene el típico aspecto naturalista y oculto, como el registro de un ojo invisible instalado donde se ocultan las arañas. La toma en picado enfoca a tres personajes: una pareja joven junto a su pequeño hijo, de apenas meses de nacido. Es una clásica y tranquila escena casera hasta que, de pronto, en décimas de segundo, el niño cae de los brazos del padre y se va de cara al suelo. Hay desesperación y terror en sus rostros y sus reacciones.

La escena es chocante. Le digo a mi hermana que no quiero ver más, pero le pregunto de dónde salió el video. Me cuenta que se lo envió una amiga por WhatsApp. De hecho, su amiga es la joven madre protagonista de la grabación. El bebe, por suerte, está bien. La caída no pasó de un susto. Pero me dice también que lo que sigue a la caída del niño son varios minutos de acalorada discusión entre el padre y la madre. Ella lo acusa a él por el descuido, le increpa a los gritos su negligencia.

Pero ¿por qué te mandó el video?, pregunto. ¿Cuál es la necesidad de difundir ese momento tan íntimo y delicado? Me dice que se lo envió para demostrarle que la culpa no era suya, que fue el padre quien dejó caer al pequeño. Al parecer –continúa mi hermana– su amiga está viviendo los tensos y ansiosos primeros meses de una madre primeriza y necesitaba compartir con alguien lo que le había pasado.

Entiendo la situación, las emociones crispadas, pero me quedo pensando en la naturaleza un tanto siniestra del video. ¿Puede una cámara colocada para la supervisión y seguridad de un niño convertirse en un objeto que traicione esas buenas intenciones? ¿Resuelve algo ver una y otra vez una pelea de pareja, que revictimiza a sus protagonistas y dicta culpas como en un juicio sumario? ¿Hasta dónde llegan los riesgos de la circulación tan ligera de grabaciones íntimas, en estos tiempos de incontenible flujo de información?

Toda la secuencia, que parece sacada de alguna película de Michael Haneke –vayan a ver alguno de sus thrillers psicológicos como “Benny’s Video” o “Funny Games” para que se hagan la idea–, podría analizarse también desde las teorías sobre la vigilancia de Foucault. Pero eso da para un texto mucho más amplio. Por ahora me quedo con la incómoda turbación de quien es testigo de algo que no debió ver, y con la idea de que vivimos en un mundo demasiado filmado, expuesto y reproducido. Como una mirada perversa a la espera del mínimo error para condenarnos y castigarnos.

Juan Carlos Fangacio Arakaki es Subeditor de Luces

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