Hasta hace algunos años, el análisis de los procesos políticos descansaba en supuestos claramente definidos. Los partidos eran percibidos como agentes de los intereses de grupos sociales a cuya defensa estaban abocados. El núcleo de estos intereses se expresaba en un programa que identificaba a cada una de las fuerzas políticas, orientando lo básico de su quehacer. Y los líderes eran los gestores que elegían los cursos de acción supuestamente más convenientes para los intereses de sus representados. El corazón de la lucha política era, pues, la pugna por hacer prevalecer un programa que diera legitimidad a un gobierno que se postula como representante del interés de las mayorías.
Este modelo de análisis político, de inspiración marxista, tendía a una simplificación excesiva. Se suponía que los programas eran una expresión depurada de los intereses de clase y que los líderes actuaban racionalmente en función de mejorar las posibilidades de sus representados. Este modelo correspondía a una realidad donde la socialdemocracia, las fuerzas conservadoras y la izquierda representaban las grandes orientaciones políticas para el conjunto de la sociedad.
Esta situación cambió con el triunfo del neoliberalismo y la caída del Muro de Berlín. Las diferencias programáticas perdieron peso y la lucha política se reenfocó en torno al carisma de los líderes. En el Perú, este proceso se comenzó a dar desde 1990 cuando Alberto Fujimori, un candidato sin programa, consiguió vencer a Mario Vargas Llosa (quien logró transformar al neoliberalismo en el nuevo sentido común de la mayoría del electorado peruano). Desde entonces, las elecciones han dejado de representar la lucha entre orientaciones programáticas definidas. Y lo que predomina es la pugna por ganar la simpatía del electorado a través de promesas, mayormente demagógicas. La competencia entre los carismas de los candidatos sustituye a la discusión razonada entre programas.
Desde el 2001 se repite el mismo esquema. La competencia electoral se convierte en una lucha de personalidades. En el 2001 Alejandro Toledo le ganó a Alan García, en el 2006 García venció a Ollanta Humala y en el 2011 Humala triunfó sobre Keiko Fujimori. Todos estos procesos eleccionarios dieron lugar a gobiernos con mayorías parlamentarias. Pero no sucedió lo mismo en el 2016 cuando el desprestigio del fujimorismo y la simpatía de Pedro Pablo Kuczynski impidieron el triunfo de Fuerza Popular. Se configura entonces una situación compleja, pues la única posibilidad de lograr gobernabilidad es mediante algún tipo de entendimiento que signifique cierta forma de cogobierno.
Pero esta posibilidad se ve obstruida por la mutua desconfianza y, sobre todo, por los deseos de venganza de la candidata del fujimorismo que pone por delante sus deseos de revancha sin importarle los intereses de las mayorías. Comienza a perfilarse un estilo de oposición belicoso y obstruccionista. Una situación que amenaza con paralizar la acción del Estado. Especialmente si el Ejecutivo se hubiera subido al ring de box. Pero el presidente Kuczynski ha buscado el diálogo, evitando la insensata dinámica confrontacionista a la que el fujimorismo lo quiere impulsar.
Se ha señalado con razón que no hay diferencias programáticas significativas entre PPK y el fujimorismo. El contraste entre ambas fuerzas se ubicaría sobre todo a nivel de los estilos personales de sus líderes. La agresividad de Keiko –y sus seguidores– no parece tener norte ni límites precisos, mientras que a PPK, por razones de edad y temperamento, le resulta natural una actitud conciliatoria, de búsqueda de entendimientos. Sería muy peligroso para el país que se asiente una dinámica confrontacional entre el Ejecutivo y el Legislativo. El enquistamiento de la mala fe como principio de relación con el otro decepcionaría a la ciudadanía, ratificándola en la idea de que la lucha política es un combate de egos e intereses grupales, que poco tiene que ver con la conveniencia de las mayorías y la construcción de una sociedad próspera para todos los peruanos.
Por eso PPK ha hecho muy bien en no caer en la provocación fujimorista a propósito de la censura, absurda e innecesaria, al ministro Jaime Saavedra. Después de todo, y ojalá que Keiko así lo comprenda, la fuerza que más pierde es el fujimorismo, pues la situación ha puesto en evidencia, una vez más, su autoritarismo y su falta de compromiso con la democracia. Entonces solo queda desear por el bien del país un diálogo que dé fluidez y eficacia a la acción del Estado sobre la sociedad peruana.