En el inicio de la cuarentena del año pasado, recuerdo haber sido detenido en la puerta de una cafetería en Miraflores. A la entrada del local, me esperaba una señorita bien uniformada que me informó con una voz suplicante que no me podía dejar entrar. Cuando le pregunté por qué, dudó un momento (creo haber advertido algo de lástima en sus labios) y me dio la razón. “Usted es población vulnerable, pues, señor”.
En la prohibición, no estaba claro si mi condición de “población vulnerable” que mi pelo blanco revelaba era una medida para protegerme a mí mismo o a los demás parroquianos. Yo podía ser portador del virus o podía ser una presa más fácil. En cualquier caso, había algunos sitios, como esa cafetería, a donde no podía asistir.
Recordé por un instante el siempre vigente “Diario de la guerra del cerdo” de Adolfo Bioy Casares. Publicada en 1969, la novela cuenta la historia de Isidro Vidal, habitante del barrio de Palermo en Buenos Aires. Una mañana, Isidro se da cuenta de que su objetivo es escapar de las hordas de jóvenes que buscan acabar con la plaga de los viejos, como él. En una frase del libro, Bioy Casares parece encontrar la respuesta: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser”. Las peores diatribas contra la vejez, sin embargo, no vienen de los jóvenes que quieren acabar con ellos, sino de los viejos mismos.
Hoy, uno de los fantasmas que recorre el mundo es la gerontofobia, o el desprecio a las personas mayores. Su vigencia es una de las consecuencias de la sociedad de consumo, que no ve en esa población a consumidores potenciales. La contraparte de la gerontofobia es la gerascofobia o el miedo a envejecer, un síndrome también extendido. Una organización llamada Help Age publicó en el 2015 un informe sobre la calidad de vida de las personas mayores en el mundo. En el capítulo dedicado a América Latina, el Perú aparece, como en tantos otros rangos, a media tabla, detrás de México y Colombia (que dan un mejor trato a los adultos mayores) y por delante de Bolivia y Brasil.
Un artículo firmado por Margaret Talbot en “The New Yorker” se refiere a un trabajo de Joshua Hartshorne y de Laura Germine. Según ellos, cada edad tiene sus ventajas en su relación con el intelecto. La velocidad de procesar información es mayor en la adolescencia. Los veintidós años son los estelares en la memoria corta para recordar nombres. El manejo del vocabulario se desarrolla a partir de los cincuenta años. Según este estudio, la capacidad de interpretar las emociones ajenas surge a los cuarenta años y se mantiene. El mismo texto se refiere a las edades en las que florecen los tipos de intelecto. El de los jugadores de ajedrez, los compositores, los científicos y los controladores aéreos brilla en la juventud, mientras que los escritores y profesores pueden tener su mejor momento a una edad avanzada. No hay edad en la que rindamos al máximo en todas las habilidades cognitivas.
Sin embargo, todo esto tiene demasiadas excepciones. De cualquier modo, el dudoso privilegio de la tercera edad tiene también su lado positivo. Uno de ellos es que hay colas especiales en los bancos (cuyo cumplimiento a veces hay que exigir con una fuerza juvenil). Otra ventaja es que una buena vejez desarrolla el humor. Luis Jaime Cisneros decía en sus cumpleaños que había cumplido un aniversario de juventud acumulada. Y recuerdo la frase del general De Gaulle sobre la vejez: “Es preferible a la otra alternativa”.
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