Mila tiene 11 años y 18 semanas de embarazo. No sabe leer ni escribir, porque nunca fue al colegio. Desde que tiene siete es abusada sexualmente por su padrastro: Lucas Pezo Amaringo, quien también ha abusado y violentado a su mamá. Pezo está libre, porque un juez en Loreto decidió darle comparecencia. Y es que los delitos sexuales contra las mujeres y las niñas en el Perú no son delitos, son simples faltas. Porque las mujeres somos ciudadanos de segunda categoría.
Mila está embarazada, asustada y sola. Las autoridades decidieron trasladarla a Lima e internarla en el Instituto Nacional Materno Perinatal, sin su mamá. Y como todo en el Perú, la justicia no solo tarda, sino que no llega. En el Hospital Regional de Loreto, una junta médica le negó el aborto terapéutico porque el psiquiatra se negó a firmar la autorización. Durante días, el Ministerio de Salud evaluó si este caso estaría en su marco de competencia. Una burocracia insensible que no consideró que estaba en juego la vida de una niña violentada y privada de todos sus derechos. Recién el sábado, el Minsa informó que se había aprobado otorgarle el aborto terapéutico. Y pese a que este es legal en el Perú desde 1924, rara vez es aplicado, porque no existe un protocolo para casos como el de Mila. Como consecuencia, el suicidio es la primera causa de muerte indirecta en niñas y adolescentes embarazadas.
Como Mila no nació en Lima, no vive en San Isidro ni va a uno de los colegios privados de la élite limeña, a nadie le importa su caso y tiene que recurrir al Estado para que haga valer sus derechos. Mila es una de las miles de niñas que es violada sistemáticamente en el Perú. Invisibilizada por una sociedad que no está interesada en involucrarse en mejorar las condiciones de vida de los peruanos más pobres ni en reducir la violencia de género. Dominada, además, por una élite conservadora que le impone al resto dogmas religiosos, como si siguiésemos en el medioevo.
Entre el 2013 y el 2023, 12.556 niñas entre los 11 y 14 años dieron a luz. Sesenta y seis de ellas tenían menos de 10 años. Cada uno de estos casos es consecuencia de una violación sexual. Solo en el 2022, el CEM atendió 27.362 casos de violencia sexual, en el 80% de los casos la víctima fue una niña o adolescente. En 19 de cada 100 casos el atacante es el padre de la niña y en el 25%, el padrastro. Las niñas son víctimas dentro de sus propias casas sin que nadie haga nada por protegerlas.
Además de ser un crimen, el embarazo adolescente restringe el desarrollo de las niñas y adolescentes al limitar su acceso a educación y, con ello, sus posibilidades de progresar en la vida, y perpetúa parámetros de inequidad y violencia. Es, además, un problema de salud pública: la mortalidad materna en niñas y adolescentes es mucho más alta que en cualquier otro grupo.
En el 2017, Camila tenía 13 años cuando salió embarazada y fue obligada por las autoridades en Abancay a continuar con el embarazo. Su padre la violaba desde que tenía nueve años. Y cuando, semanas después, sufrió un aborto espontáneo, las autoridades la denunciaron por aborto autoinfligido. Se le consideró “adolescente infractora” y fue obligada a asistir a “la escena del crimen” junto con su violador. Laura (12) fue violada por su vecino y las autoridades en Huamanga la obligaron a continuar el embarazo. Magaly llegó al hospital amazónico a los 13 años luego de intentar suicidarse, después de que, según su abuela, había sufrido un accidente (una violación). L.C. tenía 11 años cuando fue violada y embarazada por su vecino. Intentó suicidarse tirándose del techo de su casa. Debía ser operada de inmediato, pero la operación se suspendió por el embarazo y quedó cuadrapléjica.
Esta es la realidad de miles de niñas y adolescentes que son revictimizadas por un Estado incapaz de proteger sus derechos, donde la violación sexual es normalizada, en un país injusto y discriminador. Donde no nos atrevemos a levantar la voz porque no son nuestras hijas.