Javier Díaz-Albertini

Los años del terrorismo y la contrainsurgencia en nuestro país nos enseñaron los terribles resultados de un conflicto impulsado por fuerzas polarizadas y armadas, cada una teniendo como fin máximo la aniquilación del otro. Lo peor era que ambos contrincantes reconocían de antemano la mortalidad que sucedería con espeluznante frialdad. Sea el “cruzar este río de sangre para llegar al comunismo” anunciado por Abimael Guzmán o lo afirmado por el general Luis Cisneros que “para que tengan éxito las fuerzas de seguridad, tendrán que empezar a matar senderistas y no senderistas por igual”.

Sin duda, Sendero Luminoso impuso una estela de muerte que sería emulada por las fuerzas de seguridad y los comités de autodefensa. Justo los grupos terroristas como estrategia buscan una reacción desmedida de parte del contrincante, en una continua retroalimentación mortífera. El resultado fue el peor derramamiento de sangre en la historia peruana y la mayoría de las víctimas fueron civiles. En 20 años (1980–2000) el total de fallecidos fue de alrededor de 70.000 personas. Para ponerlo en perspectiva, es casi el mismo número de muertos resultante del conflicto armado en Israel-Palestina en 75 años.

El derecho internacional humanitario (DIH) parte de la idea de que los conflictos armados (internacionales o internos) son inevitables, por lo que es indispensable limitar el daño causado a los no combatientes. Dos principios básicos del DIH son la distinción y la proporcionalidad. El primero es la obligación de claramente distinguir entre los combatientes y objetivos militares, por un lado, y la población civil y los bienes de carácter civil, por el otro. Es una protección fundamental a los no combatientes y prohíbe ataques indiscriminados. El principio de proporcionalidad, a su vez, exige que se deberán evitar daños “excesivos” a los civiles (muertos y heridos) y sus bienes en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista. Se debe asegurar que el ataque no cause un daño colateral “desproporcional”.

Y ahí justo surge el problema de concepción y valoración. Colateral se refiere a daños no intencionados o accidentales como resultado de acciones militares dirigidas contra fuerzas u objetos enemigos. Resulta perverso que el énfasis esté puesto en el objetivo militar como lo principal y que el respeto a las vidas humanas, especialmente de los no combatientes, sea un asunto secundario o colateral. Esto es especialmente relevante cuando los contrincantes –como mencionamos al inicio– tienen como objetivo aniquilar al otro. Quizás por ello no es extraño que la terminología bélica actual busque crear la impresión de minimización del daño a civiles con eufemismos como lo colateral, el fuego amigo, los escudos humanos, la incursión quirúrgica.

La mayoría de los escenarios bélicos actuales dificultan enormemente una correcta distinción entre civiles y combatientes. Muchas veces son guerrillas urbanas en las que los enemigos se confunden con el resto de la población. Es decir, un “legítimo” blanco militar puede ser el sótano de un edificio residencial ocupado por varias familias. No importa, entonces, cuán “inteligente” o dirigidos sean los misiles o cuán “quirúrgico” sea el ataque, la mayoría de las víctimas serán civiles de todas las edades. Por ejemplo, durante la invasión estadounidense a Iraq, en los primeros días se desarrollaron ataques aéreos a Bagdad bajo la modalidad de “dominio rápido” (‘shock and awe’), en los que fallecieron cerca de 7.000 civiles, a pesar de utilizar lo último en tecnología bélica de precisión.

No es suficiente declarar que se “minimizará” el daño cuando las condiciones concretas hacen imposible que ocurra, como es el caso de Gaza. Muchas veces el daño colateral sucede por un error de cálculo “no intencionado” pero muy probable, dado el escenario complejo en el que ocurre el conflicto. El DIH es claro en indicar que, si no hay claras garantías del respeto a la vida, entonces no hay justificación alguna para una incursión o ataque.

Hasta que no existan estas condiciones, estrategias basadas en inteligencia, infiltración, defensa y contención son las más adecuadas. Ejercer la autoridad moral en la actualidad es difícil: implica dejar de lado las polarizaciones y la ‘realpolitik’.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología