Jazmín tenía 11 años, vivía en La Victoria y tuvo, como miles de niños y niñas peruanos, una infancia marcada por la violencia cotidiana. Explotada por su madrastra, que la obligaba a trabajar de vendedora ambulante en Gamarra, esta huérfana fue maltratada sistemáticamente sin que nadie la defendiera o alzara la voz para proteger su bienestar físico o psicológico. Los vecinos señalan que las golpizas a la niña eran comunes, sin embargo, su calvario no fue denunciado a tiempo y debido a ese desamparo barrial y estatal murió. No se sabe bien si en manos de Zarela Chávez Mozambite o en un suicidio inducido por la misma. Chávez confesó inicialmente ser autora del crimen, declarando entre risotadas que se le había pasado “la mano” con Jazmín.
No cabe la menor duda de que nos gobierna un Estado indolente, corrupto y violento, que protege e incluso premia a sus esbirros, pero también es necesario admitir que somos una sociedad que va brutalizándose a niveles espeluznantes. Cabe recordar que en la misma semana en que Jazmín falleció, un par de hermanas, de 18 y 16 años, fueron asesinadas en un hotel de Huacho por Christian Ronaldo Trujillo Bardales quien, luego de ser atrapado, no mostró el menor signo de arrepentimiento. Pienso en el dolor de la madre de las dos víctimas, tanto como en el de la compatriota arequipeña que buscando hace algunos días a su hermana la encontró dentro de una refrigeradora, en cuclillas y muerta. Este horror cotidiano, en el que la vida ha perdido su valor y que incluso se filma– como ocurrió con las imágenes remitidas a la madre de ese joven recientemente secuestrado y asesinado porque su familia no pudo pagar S/25.000 de rescate– deben llamarnos a una seria reflexión.
Similar a la que realiza Teresina Muñoz-Nájar en su excelente libro “Desaparecidas: El destino de miles de niñas, adolescentes y mujeres peruanas” (2023). En dicho texto –que debería ser de lectura obligatoria en comisarías y juzgados, además de universidades–, la autora nos lleva a través de las múltiples expresiones del horror que nos va carcomiendo como sociedad. Nuestro país se ha convertido en uno de los centros del tráfico de niñas y mujeres, muchas de ellas asesinadas y jamás encontradas por sus familiares. “Si el feminicidio es la expresión más extrema de la violencia contra las mujeres, sus desapariciones constituyen un golpe que conforme transcurren las horas y los días se vuelve más brutal”, señala Muñoz-Nájar. Y con una escena de esa brutalidad inicia la autora su viaje hacia el infierno que viven miles de compatriotas además de sus familiares.
Difícil olvidar casos como el de Elisa –de 14 años y estudiante de secundaria– cuyo cuerpo apareció colgado de un árbol de la sierra peruana, luego de ser reportada como no habida por su madre. En el Perú desaparecen diariamente 36 mujeres y queda claro que en este entramado criminal participan policías e incluso jueces que liberan a los victimarios o encubren sus crímenes. Ciertamente, el caso de Elisa es emblemático porque su impune asesinato, que se hizo pasar por suicidio, ocurrió en una de las tres rutas por las que transitan las víctimas de los tratantes de personas en la Amazonía, una tierra de nadie en la que los narcotraficantes, taladores y mineros ilegales ahora matan a niños inocentes para sembrar el pánico entre los que se les oponen.
¿Es posible recuperar a una república minada institucional y moralmente, en la que la cultura del cuidado por el otro en estado de vulnerabilidad suena a una utopía trasnochada? De cara a un mundo en el que lo común y lo político ya dejaron de tener significado y en el que “la sociedad no está fracturada”, sino que simplemente “no hay sociedad”, Eric Sadin ensaya algunas fórmulas proactivas en “Hacer disidencia: una política de nosotros mismos” (2023). El autor parte de la siguiente pregunta: ¿cómo recuperar mediante “una sociedad de sociedades”, con nuevos modos de vida y organización en común, aquello que no solo se ha roto, sino que no nos representa? Para abordar temas comunes, a nivel planetario. Entre ellos, el problema de estados que han perdido su capacidad de intervención; el de sociedades huérfanas de soberanía junto al de individuos sin agencia política. En ese contexto, hay que recuperar el poder de la palabra (ahora utilizada para enemistarse), dignificar el trabajo y asociarse, mediante la nueva tecnología, en la búsqueda del bien común. Por esos “intersicios” vendrán “subterráneamente y con movimientos muy lentos” nuevos modos de “hacer disidencia”. Espero estemos a tiempo de lograrlo.