En el 2010 estuve en la gruta de Pech Merle, zona montañosa francesa que conserva una caverna donde vivió el hombre primitivo. Admiraba las pinturas rupestres de venados, bisontes y tigres diente de sable hasta que con emoción vi una huella de una mano pequeña de hace 25.000 años.
No faltaron los comentarios con mi amigo francés Thierry Brun, destacado médico y biólogo, sobre las maravillas que estábamos viendo.
–¿Por qué en ese lugar sobrevivió el hombre de Cromañón y no el hombre de Neandertal, más antiguo que el otro?
–La única explicación –ensayó Thierry– es que el hombre de Cromañón, más inteligente que el de Neandertal, lo eliminó. Los cromañones mataron a todos los neandertales en una guerra feroz.
El cromañón era igual que nosotros, quizá con un poco más de vellos. Así, la violencia está inoculada genéticamente en nuestro ser. La violencia es connatural al ser humano, eso afirman muchos biólogos.
Hay algo así como un gen de la violencia. La violencia es hereditaria. Algunos sostienen que el hombre tiene un nivel de violencia intermedio entre la del mandril y la oveja.
Es decir, si tuviéramos la violencia del mandril, ya nos hubiéramos tirado una bomba atómica y desaparecido cualquier vestigio de civilización. Ahora, si tuviéramos la violencia de la oveja, que es poquísima, no hubiéramos creado civilización. Esto está claro desde la perspectiva de la biología.
Si la violencia es genética, el ser humano ha intentado disminuirla a partir de argumentos éticos y científicos. Es decir, racionales.
Pese a todo, la violencia aflora y se hace política cuando se utiliza para llegar al poder o para imponer una ideología, no por la persuasión, que es la forma racional y democrática, porque precisamente el lenguaje democrático es suasorio. Se basa en convencer al otro que una propuesta política merece apoyo y confianza. Es la manera de conseguir la aprobación a través del voto, en unos marcos de la contienda, fijada no solo por la práctica democrática, sino por el derecho.
Cuando se usa la violencia para llegar el poder o para permanecer en él, toda la práctica democrática y las normas que la regulan vuelan por los aires. Lo único que queda es la eliminación del otro. Pero quienes creen en la violencia para llegar al poder también la justifican.
En la década de 1980 el pensador rumano Zevedei Barbu sostuvo que la violencia gratuita se justificaba con razonamientos políticos. Así, la violencia se politizaba, pero es una falsa justificación.
“Por el hecho de que los que practican la violencia se acojan en una bandera, a un ideario político, es suficiente para que se sientan, por lo menos entre sí mismos, entre su conciencia, refrendados éticamente y en posesión de un pasaporte ideológico del que carecerían en caso contrario”, explica Barbu.
La ideología y la religión pueden servir para justificar la violencia, pero estamos ante una falacia, porque el violento tiende a la destrucción del otro. Esa es su razón de ser y no otra. Por eso, las teorías creadas para justificarla son falsas.
Si este tipo de violencia destructiva no se justifica, ¿hay alguna forma de violencia que se pueda justificar? A esta interrogante ya respondió Erich Fromm. Solo se justifica la violencia si es reactiva, frente a una amenaza inminente.
La violencia reactiva –afirma Fromm– “es aquella que se emplea en defensa de la vida, de la libertad, de la dignidad, de la propiedad, ya sea de los unos o de los otros”. Ella, claro, debe utilizarse como último recurso, a diferencia de la destructiva, resultado de la intolerancia absoluta.