Ayer la caída de Facebook dejó sin conexión a millones de usuarios. El suceso demostró que la mayoría puede desconectarse un buen rato sin morir en el intento, y que otro tanto no está dispuesto al aislamiento. Este último grupo es el que recurre a las otras redes sociales, y entre ellos bien podría haber varios adictos a informarle al mundo cada paso que dan y cada bocado que saborean (como si fuera relevante). Esos, felizmente, son los menos.
Durante el “apagón” de Facebook millones usaron sus cuentas de Twitter, sus celulares inteligentes (smartphones) y siguieron comunicados y comunicándose por WhatsApp, BBM, Instagram y las otras muchas aplicaciones que permiten chatear, intercambiar datos, fotografías y ser parte de una de las tantísimas comunidades virtuales (una misma persona, suele serlo de varias).
En 2012 Paul Miller, periodista de tecnología, preguntó ¿Es posible vivir desconectado?, es decir, no tener cuenta en Facebook, salir sin estar pendientes del celular y evitar fotografiar todo para compartirlo en Instagram. A sus 26 años, Miller se animó a responderse y se desconectó durante un año. Desde los 12, había sido un usuario empedernido de las redes y creía que por ellas era menos productivo. En 2013 concluyó su experimento y volvió al mundo on-line para anunciar: “un amigo de Facebook es mejor que nada”.
La agencia española Rol Social creó el reality “Desconectados”. En ese show dos jóvenes –Casimiro Aguza y Josefina Moratalla, de 29 años- no tuvieron acceso a las redes sociales ni a sus celulares por dos semanas. Un sociólogo y una psicóloga analizaron las reacciones de este ayuno digital.
Josefina no recordaba bien cómo se comunicaba antes de la aparición de las redes sociales. No hubo conclusión relevante y el par estuvo contento al reconectarse.
Contrariamente a lo que sostienen algunos, quienes están conectados a la web no están solos ni aislados. El espacio virtual es el nuevo centro de reunión. Allí encontramos a amigos, familiares y conocidos de los que nada sabríamos, sea porque viven al otro extremo de la ciudad o del planeta.
Es un hecho que nunca antes como ahora las personas han interactuado tanto con otras, de diferentes generaciones, ni han estado tan comunicadas, acompañadas, entretenidas e intercambiando datos de toda índole.
En las redes el tímido se vuelve parlanchín, el enfermo que contagia disfruta la “compañía” de amigos y hasta el soldado en el campo de guerra puede ser parte de la mesa familiar vía videochat.
De nada hay que preocuparse mientras la maravillosa comunicación a distancia no interfiera con la vida diaria. Eso se llama adicción, y los adictos a la web descuidan sus responsabilidades académicas, laborales y familiares; son ludópatas (a cualquier edad) de algún juego en línea; se embarcan en relaciones amorosas virtuales; consumen pornografía; comparten información perniciosa y están ausentes –aunque físicamente presentes- esperando que mensajes irrelevantes lleguen a su celular, tablet o cualquier otro dispositivo.
Aprovechemos lo bueno, sin excesos. Lo virtual es ya parte de nuestra realidad. Y caídas como las de Facebook nos demuestran que desconectarse un rato, no mata.