(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Fernando Berckemeyer

Desde hace unos meses el Perú vive un momento político cargado, por igual, de esperanza y de peligro.

Hay una ola anticorrupción que no solo viene siendo más duradera y activa de lo que suelen ser los sentimientos ciudadanos; sino que, bien corrida por el presidente , ha abierto la puerta para una de las reformas estructurales más necesitadas y postergadas del Perú: la de todo el sistema de justicia.

La apertura de esta puerta es una noticia particularmente buena pues supone ir al fondo del problema: no quedarse únicamente en combatir la corrupción del momento, sino poner los cauces para que esta sea más difícil –y para que haya más justicia– en el futuro. Y no solo la corrupción “grande”, como la de los políticos y Lava Jato; sino asimismo la más cotidiana y ciudadana, que es omnipresente en los países donde la precariedad de las instituciones encargadas de hacer valer la ley crea permanentes incentivos para el aprovechamiento y el atropello.

Hasta ahí la esperanza. Ahora el peligro. La indignación anticorrupción no solo puede alimentar un esfuerzo para reformar las instituciones; también puede desviarlo y –paradojas de la vida– corromperlo. ¿Cómo? Haciendo que importe acabar con los corruptos sin importar cómo. Es decir, ignorando normas y garantías que pasan a ser vistas como exquisiteces técnicas en el camino de la justicia y la refundación del futuro. Un riesgo que solo se multiplica cuando a esta indignación se suman las pasiones e intereses de la política, como necesariamente ocurre cuando quienes están frente a los jueces son los principales políticos de un país.

Los ejemplos de este no-importa-cómo, son ya varios y notorios. El más reciente fue el proyecto, presentado por el gobierno al Congreso, para sacar de sus puestos por medio de una ley a los fiscales supremos que, reunidos en una junta, conducen el Ministerio Público. Si esa ley no iba a ser una violación de la autonomía constitucional de esa institución, no sé qué podría serlo.

Hay caminos dentro de la Constitución, como el de la acusación constitucional, para remover a un fiscal supremo. Es verdad que eran más largos y fastidiosos, pero no violaban las reglas del juego.

Otro ejemplo es el de la carcelería de (y antes la de los Humala), quien cumple 36 meses de prisión preventiva. Lo que pienso sobre la conducta de Keiko Fujimori y quienes la rodean, incluyendo su malintencionado y matonesco uso del enorme poder que alcanzaron el 2016, lo he escrito muchas veces. Pero juzgar como lavado de activos lo que a todas luces fue un caso de aportes de campaña escondidos –y por lo tanto no una falta penal bajo ley peruana– es jalar el Derecho de los pelos. Para no hablar de lo que supone aplicarle a ella y a sus asesores la figura de la “organización criminal” con el argumento de que el esfuerzo por encubrir los aportes fue coordinado y organizado.

Con los parámetros usados por los jueces y fiscales en el caso de la señora Fujimori, las organizaciones sin fines de lucro que recibieron donaciones grandes de para sus actividades, por solo citar un ejemplo, habrían lavado activos, aún cuando no se pruebe que sabían de las actividades delictivas de la constructora y aún cuando el supuesto “lavado” de esas donaciones no fuera para beneficio de Odebrecht.

Aplaudir este tipo de hechos en base a quién es la persona que los padece y no en base a lo que en sí representan –una arbitrariedad– es una incoherencia por parte de fuerzas que tienen entre sus principales banderas la de la institucionalidad y el Estado de derecho. Y es, además, un acto de miopía. Las garantías jurídicas son represas que nos protegen a todos por igual. No pueden abrirse pensando en ahogar a alguien en específico, aunque sea el mismo diablo, sin poner con ello en riesgo al resto: nadie tiene verdadero control sobre las aguas que se liberan, las mismas que pueden acabar inundando lugares inesperados.

Pienso, por ejemplo, en el caso del presidente Vizcarra, quien está liderando –de forma sincera hasta donde puedo ver– el antes aludido movimiento anticorrupción y reformador. Vizcarra, después de todo, fue jefe de una campaña –la de – que recibió en el 2016 una serie de fondos cuyo verdadero origen fue camuflado con falsos aportantes, según lo demostró . Dependiendo de quiénes resulten estar atrás de esas donaciones, se podría aplicar también a esta campaña la versión que nuestra fiscalía posee del “lavado de activos” y, en la medida en que ese camuflaje tiene que haber requerido de la acción coordinada y organizada de varias personas, la de la “organización criminal”. Es decir, un cuchillo judicial que podría pasarle incómodamente cerca al presidente, aunque no haya manejado los aspectos financieros de la campaña. (Este párrafo contiene correcciones introducidas por el autor a la versión que salió en el impreso).

La indignación, cuando es justa, suele ser también necesaria. Pero nunca debe ser dejada sola a la hora de la acción. A la hora de la acción tiene que entrar a jugar la razón para templar la indignación y asegurar que lo que se haga tenga una visión panorámica detrás y pueda ser, por tanto, verdaderamente constructivo.

William Blake dio con una imagen poderosa cuando escribió que “los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la instrucción”. Pero no es por gusto que la humanidad ató sus carros a los caballos y no a los tigres, siempre que quiso avanzar.

Nota del editor: Una versión de este artículo fue publicada de España.