“La única vez que en las experiencias que he mencionado de choque entre una mayoría opositora en el Congreso y el Ejecutivo, ganó aquella, sucedió hace más de un siglo, cuando el Parlamento derrocó a Billinghurst”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“La única vez que en las experiencias que he mencionado de choque entre una mayoría opositora en el Congreso y el Ejecutivo, ganó aquella, sucedió hace más de un siglo, cuando el Parlamento derrocó a Billinghurst”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).

“Hemos vuelto a la normalidad”, fue la respuesta que le dio el poeta Martín Adán a un periodista que le había preguntado por sus impresiones sobre el golpe militar de 1948 del general Odría. Desde 1992 había corrido el lapso de toda una generación sin interrupciones del orden constitucional, hasta este 30 de setiembre. Y aunque hay que reconocer que los modales en ellos han ido mejorando, y que desde el golpe de 1968 de Velasco Alvarado, pasando por el de Fujimori en 1992 y la disolución poco católica del que acabamos de vivir, hemos visto cada vez menos tanques y policías en las calles, la interrupción del orden constitucional será siempre de lamentar en sociedades en las que el bienestar y la justicia reposan en el respeto a las reglas de juego, sin que nadie abuse de la facultad de interpretarlas a su conveniencia.

Dos lecciones deja la historia de la que acabamos de ser testigos. La primera, que en el Perú parece imposible que pueda convivir un gobierno con una mayoría congresal opositora. Claramente, en el diseño del orden republicano se trata de dos poderes autónomos: el que gobierna y el que dicta las normas al que debe sujetarse aquel y resguarda su respeto. Y nada parecería mejor que este segundo poder sea ejercido, no por los mismos que gobiernan, sino por otros, que nada le deban ni le teman. Pero enraizar el régimen republicano en estos pagos ha sido históricamente una tarea de romanos y la experiencia de dos siglos nos enseña hasta hoy que dicha convivencia resulta, si no imposible, por lo menos muy complicada. Todas las veces en que ella ha ocurrido (con los presidentes Billinghurst entre 1912-1914, Bustamante y Rivero entre 1945-1948, Belaunde entre 1963-1968, Fujimori entre 1990-1992 y el gobierno de 2016-2019) ha terminado mal: con golpes de Estado, aunque ciertamente cada vez más descafeinados.

Como acabamos de vivir el quinto fracaso de esta experiencia, dudo mucho de que la culpa esté solo en un lado; por ejemplo, en el Congreso. Parece que hay un problema de diseño de la arquitectura republicana que, para el caso peruano, tendría que resolverse; o dándole más poder al presidente, al estilo de una república autoritaria que establezca, por ejemplo, que quien gana la presidencia automáticamente pase a tener la mitad más uno de los escaños del Congreso; o, al revés, orientándonos a una república parlamentaria, en la que el presidente sea elegido por la mayoría congresal.

La segunda lección es que en estas pugnas quien tiene las de ganar es el Poder Ejecutivo. De un lado, porque es más fácil que la población se identifique y apoye a una persona (el presidente) que a un cuerpo colegiado. Quizás sea la nostalgia o el acostumbramiento a la monarquía en la que los peruanos vivimos por siglos hasta 1822, cuando se instauró por estas tierras la república. De otro, porque el Ejecutivo tiene el control del presupuesto, la facultad de nombrar burócratas y contratar obras y, no menos importante, la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas. El hecho es que en el Perú, como en general en América Latina, predomina una cultura presidencialista.

La única vez que en las experiencias que he mencionado de choque entre una mayoría opositora en el Congreso y el Ejecutivo, ganó aquella, sucedió hace más de un siglo, cuando el Parlamento derrocó a Billinghurst. Pero para eso tuvo el apoyo del Ejército y de la prensa (no existían todavía ni la radio ni la televisión). El Congreso estaba dominado en esos tiempos de “república aristocrática” por la oligarquía económica y social, al punto que los congresistas no percibían un sueldo, sino solamente unas dietas y leguajes por cada legislatura. El origen selecto de los congresistas, en una época en que el voto estaba en manos de una minoría letrada, garantizaba que las intervenciones en los debates parlamentarios fuesen piezas de refinada oratoria y que a nadie se le afease haber falseado sus estudios o su partida de bautizo. Los congresistas tenían un poder moral que la masificación del voto, paradójicamente, habría desvanecido.

La disolución del Congreso que acabamos de vivir, ad portas del bicentenario de la independencia, es una noticia que, aunque haya alegrado a muchos por el desafecto que tenía dicho organismo ante la opinión pública, no deja de ser mala. Porque se trata de la institución que representa mejor que cualquier otra el orden y la cultura republicanas. De un lado, nos deja en manos de un poder presidencial que durante unos meses no tendrá contrapesos, y, de otro, hace que el mandato que hicimos en el 2016 por un lapso de cinco años se haya reducido a tres. “Callarán hoy las leyes, para que mañana puedan ser respetadas”, espetó un caudillo del siglo XIX justificando una revolución. Esperemos que esta vez el sacrificio no sea en vano.