Javier Díaz-Albertini

Las protestas en Huancayo llevaron a que dispares grupos de políticos y medios gritaran a los cuatro vientos: “somos Wanka”. Como las instituciones y las instancias formales no llegan a solucionar la crisis política, todos volteamos hacia las manifestaciones públicas en la búsqueda de salidas al entrampamiento. La calle –al parecer– resulta siendo el único camino viable para deshacerse del presidente, el Congreso (o los dos) o impulsar una asamblea constituyente. De ahí que todos quieran apropiarse de las protestas.

Para el presidente Castillo y sus incondicionales de turno, cualquier manifestación multitudinaria que no sea a su favor es sospechosa. Los verdaderos ciudadanos –que él prefiere llamar hermanos y hermanas– apoyan naturalmente a su gobierno “del pueblo”. Y si no lo hacen es porque están vendidos o son tontos útiles de cabecillas con intereses mezquinos. Los conflictos no tienen que ver con la ineficiente gestión e inoperatividad estatal, sino con la mala leche de la prensa y los malintencionados.

Para algunos representantes de la derecha, en cambio, desde la segunda vuelta la calle se ha vuelto sagrada. Ya son decenas de marchas convocadas: en un primer momento contra el “comunismo”, más adelante para impedir el fraude y últimamente pidiendo la renuncia del presidente. Tanto friegan que ya estoy extrañando cuando siempre criminalizaban la protesta. Aunque, bueno, depende de quién marcha, especialmente para el almirante congresista que solo se siente tranquilo cuando lo hace la gente de la zona plana y verde de la ciudad. No así, sin embargo, si son de la loma, pero protestan en el llano.

Pero, ¿lo sucedido en Huancayo es una muestra de un movimiento cívico que aboga por una ampliación de la democracia, el fin de la corrupción y el desgobierno? No realmente. Son protestas que tienen como principal función reivindicaciones específicas: el precio del combustible, los fertilizantes, relajar la regulación al transporte público. La prolongación de estas, al no ser atendidas, llevaron a que se plegaran otros grupos, principalmente los pobladores que tienen dificultades para afrontar el incremento en la canasta básica.

La historia nos muestra que las luchas reivindicativas son bastante puntuales porque responden a necesidades inmediatas y urgentes. Las medidas de fuerza sirven para llamar la atención y obligar a negociar. Protestas mal atendidas sí pueden dar un salto cualitativo y poner en jaque a cualquier gobierno. Si nos fijamos en los últimos diez años en Latinoamérica, la subida del precio del petróleo y consecuentes paros de transportistas han presentado serios cuestionamientos a gobiernos de centro, izquierda y derecha. Y casi siempre se han resuelto con subsidios, eliminación de impuestos o control de precios.

Uno de los más importantes detonantes de la Revolución Francesa fue el precio del pan. Por más de siglo y medio, el pueblo francés se levantó innumerables veces por la escasez o el alto precio del alimento que representaba entre el 50% y el 80% del gasto de su canasta básica. Las pésimas cosechas de 1788 llevaron a una terrible carestía, al mismo tiempo que el Estado Francés se encontraba en bancarrota. Pero a diferencia de momentos anteriores, las ideas de ciudadanía, democracia y derechos habían permeado los movimientos populares y ya no solo luchaba por el precio del pan. El salto cualitativo ya estaba dado.

Yo no creo –desafortunadamente– que un deseo profundo por la institucionalidad democrática o el civismo lleguen a informar nuestros movimientos reivindicativos, muchos de los que, al contrario, prosperan al margen de la ley y del bienestar ciudadano. Es el precio que pagamos ahora por años de devaluación continua de nuestra democracia. Ya dejó de ser un anhelo de la mayoría. En el 2018-2020, menos de la mitad de la población la apoyaba y en el 2020, solo el 11% se sentía muy o más bien satisfecha con ella (Latinobarómetro, 2021).

La esperanza de muchos es que la protesta genere situaciones insostenibles que lleven a nuevas elecciones e ilusiones. Para que se cumplan, sin embargo, es preciso generar condiciones propicias que varios políticos e intelectuales ya están sugiriendo (por ejemplo, Sagasti, Vergara, Meléndez). No hacerlo podría llevarnos a un salto, pero al vacío.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima