Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
Santiago Roncagliolo

Willem Dafoe se parece a ese amigo del colegio que en realidad no era tu amigo, pero tenía una cara que daba mucho miedo. De ese rostro infame dependía toda su vida social. Tú lo llevabas a los partidos de fútbol porque jugabas mal, y sabías que, con él al lado, nadie se atrevería a burlarse de ti. Y lo invitabas a las fiestas, porque su compañía te hacía parecer atractivo. Al final, el tipo se aparecía en todas partes. Sin duda, si el pobre hubiese tenido una sonrisa agradable y una mirada feliz, nadie habría querido acercársele. 

Hay estudios que muestran que las personas guapas tienen más éxito. La gente los contrata más, los llama más, los celebra más. Las películas de Hollywood, esa radiografía de nuestros sueños y defectos, han creado un mundo estelarizado por guapos. Los mima. Los elogia. Hasta los premia. Basta echar un vistazo a los Óscar al mejor actor protagónico de la última década: Daniel Day-Lewis –dos veces porque siempre anuncia que es su última película y parece que no habrá otra oportunidad–, Matthew McConaughey, Leonardo DiCaprio, Casey Affleck –estos tres haciendo papeles de pobres, despojados y desnutridos, porque hasta para interpretar a un feo, en Hollywood disfrazan a un guapo–.  

En ese planeta poblado por bíceps de gimnasio, caritas de bebe y sonrisas de tenista, alguien tiene que encarnar al prescindible 99% de la población. Ahí, el Dafoe de los dientes separados y la mandíbula cuadrada ha encontrado su nicho.  

Como en la vida, en el cine, los menos agraciados están condenados a ser secundarios. El papel protagónico más destacado de Dafoe es el Jesús de “La última tentación de Cristo”, quizá el único de la historia del cine en que es imprescindible que nadie en la platea desee acostarse con el actor principal. 

A cambio, Dafoe es la estrella de los que no se ven. Ha estado nominado al Óscar dos veces, las dos como actor de reparto. Casi se lo lleva en “Pelotón”, haciendo de soldado en Vietnam, ese papel que el cine comercial destina a los rudos, y el cine de autor, a los que parecen haber perdido el tren de la vida. El soldado de Vietnam está tan estigmatizado que hubo que afear a Tom Cruise para “Nacido el 4 de julio”.  

La otra nominación de Dafoe llegó por “La sombra del vampiro”, donde encarnó al primer chupasangre del cine, un engendro repugnante que acabó desplazado por ese elegante aristócrata que es Drácula. El Nosferatu de Dafoe es de por sí un homenaje a la verdad de la fealdad. Pero Dafoe es tan secundario que hasta queda segundo en el Óscar al secundario. 

Con su última película, “The Florida Project”, Willem Dafoe vuelve a recibir la nominación. Y precisamente, se trata de una historia sobre las personas secundarias, las que se quedan fuera de la foto, ambientada con mucho tino en los hoteles baratos detrás de Disney World, edificios morados y naranjas con nombres como Reino Mágico o Mundo de Fantasía, donde duermen las prostitutas, los vendedores de drogas, los desempleados.  

“The Florida Project” –que ojalá llegué a salas peruanas– es un retrato de la charca bajo la mansión, de los retretes del palacio, de todas esas personas que no vemos porque nos las tapa la gente bonita, aunque sea mucha menos, igual que solo una luna oculta a todas las estrellas con su luz. Si por fin Dafoe se gana el Óscar, con él se lo ganará usted, y yo, y sobre todo, el amigo de la cara peculiar que todos llevamos a una fiesta.