(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alonso Cueto

Han pasado apenas cinco décadas y estamos tan lejos de ellos. Entre el 15 y el 17 de agosto de 1969, una multitud de jóvenes se reunió en las tierras de Bethel, en el estado de Nueva York, para celebrar un festival que fue anunciado con el nombre de “tres días de música y paz”. La frase no era casual. Eran los tiempos de la guerra de Vietnam. Poco antes habían sido asesinados Martin Luther King y Bob Kennedy. Por entonces, se habían celebrado otros festivales de rock al aire libre y varios habían terminado en actos de violencia.

Todo empezó con la idea de Michael Lang, Artie Kornfeld, Joel Rosenman y John Roberts. Llamarían a algunos cantantes y bandas representativas para una maratón de música. The Doors recibió la invitación pero la rechazó. The Beatles y The Rolling Stones tampoco llegarían. Pero estarían Jimi Hendrix, Joan Baez (embarazada de seis meses), The Who, Joe Cocker y Santana, entre muchos otros.

Al comienzo todo salió mal. Se empezaron a construir las instalaciones para el concierto en la localidad de Wallkill, pero una ordenanza prohibió el evento cuando las obras estaban avanzadas. Poco tiempo antes del concierto y con algunas miles de entradas vendidas (US$18 por los tres días), los organizadores decidieron trasladarse a un terreno cerca de Bethel. Días antes del concierto comprendieron que no había tiempo para terminar los trabajos. Se tenía que optar entre construir el escenario o construir las rejas y los módulos de boletos. La elección fue hacer el escenario y no cobrar la entrada a quienes llegaran. Se anunció que tocarían la música “por el bienestar de la gente”, sin esperar un dólar a cambio. Los organizadores preveían 50 mil espectadores. El primer día llegaron más de 300 mil. Otras 100 mil personas arribaron luego. Con los caminos bloqueados por los autos, los cantantes aparecieron en helicóptero. El primero fue Richie Havens. El concierto se inició poco después de las cinco de la tarde del viernes 15.

Pero todo seguía yendo mal. Se acabó la comida, llovía a torrentes, algunos espectadores se enfermaron. El gobernador Rockefeller decidió cerrar el concierto pero un colaborador suyo le dio un consejo. Debía ayudarlos. Rockefeller lo hizo. Para aliviar la situación de los enfermos, aparecieron helicópteros del ejército trayendo a sus médicos. Paradójicamente, pertenecían a la misma institución que los jóvenes atacaban por la guerra de Vietnam. Pero todos se habían unido. Los vecinos vaciaron sus refrigeradoras y mandaron alimentos. Había sido necesario que todo empezara mal para que terminara tan bien. La lluvia les dio el barro por donde los asistentes se deslizaron. A las tres de la mañana, el cantante John Fogerty vio a medio millón de personas embarradas y dormidas. Sin embargo, también vio a un hombre al fondo, con una luz, y cuenta que tocó solo para él.

En el festival de , donde el hachís, el LSD y otras drogas proliferaron, hubo dos muertes accidentales y dos alumbramientos. Hacia el final del evento, el granjero republicano Max Yasgur, con sus tierras devastadas, habló a la muchedumbre. Ustedes han demostrado algo al mundo, les dijo. Que pueden tener tres días solo de música y diversión.

Woodstock fue un acto de afirmación colectiva. La interpretación de Joe Cocker, “With a Little Help from My Friends”, fue su himno. Hasta el ejército y los grupos conservadores apoyaron a los jóvenes. Me pregunto qué pasaría hoy. Si Woodstock se celebrara en estos días, habría ataques y proclamas. La gente estaría aferrada a los teléfonos haciendo videos. Cincuenta años son pocos pero estamos tan lejos.