"Muchos han reconocido las deficiencias de la última cumbre del G7". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Muchos han reconocido las deficiencias de la última cumbre del G7". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Ana Palacio

Vivimos en una era de hipérbole, en la que los relatos apasionantes de triunfos monumentales y desastres devastadores han tomado prioridad por encima de las discusiones realistas. Pero en las relaciones internacionales, como en todo, las crisis y los avances son solo una parte de la historia. Si no nos percatamos de las tendencias menos sensacionalistas, es probable que cuando nos encontremos en serios problemas ya sea demasiado tarde.

La reciente cumbre del G7 en Biarritz es un buen ejemplo de esto. A pesar de algunos acontecimientos positivos –el presidente francés Emmanuel Macron, por ejemplo, fue elogiado por mantener a su homólogo estadounidense Donald Trump bajo control–, fue poco lo que se logró. Más allá de los resultados sustantivos, la estructura de la cumbre permite presagiar una erosión progresiva de la cooperación internacional; una lenta destrucción del orden global.

Resulta irónico que el G7 presagie el futuro porque, en muchos sentidos, es una reliquia del pasado. Constituido en los 70, durante el apogeo de la Guerra Fría, se suponía que serviría como un foro de las principales economías desarrolladas.

En 1997, el G7 devino G8, con la incorporación de Rusia. Pero aun así, el organismo personificó una era de preeminencia occidental en un orden mundial liberal que se encontraba en pleno florecimiento.
Esa era terminó hace mucho. La crisis del 2008 golpeó a varios miembros del grupo, lo que, sumado al auge de las economías emergentes –especialmente China–, significó que el organismo dejara de poseer la masa crítica necesaria para guiar los asuntos mundiales.

El más grande y diverso G20, formado en 1999, superó gradualmente al G8. En un entorno global cada vez más complejo y dividido, el estilo flexible de formulación de políticas del G20 –incluida su preferencia por los compromisos no vinculantes–, se consideró más viable que los métodos de leyes duras de las otras instituciones multilaterales.

Cuando se le suspendió la membresía a Rusia en el 2014 –en respuesta a la invasión de Ucrania y la anexión de Crimea–, el G8 se hizo aun menos importante, aunque más cohesivo, y sus miembros pasaron a compartir una visión del mundo más coherente.

Pero incluso esa ligera ventaja fue demolida con la elección de Trump en el 2016. Su administración comenzó atacando a los aliados de EE.UU. y a rechazar las reglas y los valores del grupo. La situación llegó a su punto más bajo en la cumbre del G7 en Quebec, en la que un petulante Trump criticó al anfitrión, Justin Trudeau, y rechazó públicamente el comunicado final de la cita.

Considerando este antecedente, la cumbre de Biarritz despertaba gran inquietud. Con pocas expectativas de consenso en los temas importantes, los anfitriones franceses se centraron en mantener las apariencias. De hecho, Macron anunció antes del evento que no habría una declaración final, asegurando que “nadie lee los comunicados”.

Pero esa decisión implicó una pérdida importante. Los comunicados finales son documentos que proporcionan señales importantes para la comunidad internacional. La declaración del 2018 –que Trump rechazó–, por ejemplo, tenía 4.000 palabras, e identificaba un conjunto de prioridades compartidas con los enfoques para abordarlas.

La cumbre de Biarritz, por el contrario, terminó en una declaración de 250 palabras, tan vaga y anodina que carecía de sentido. En lo que respecta a Irán, por ejemplo, los líderes del G7 solo pudieron estar de acuerdo en que “comparten plenamente dos objetivos: garantizar que Irán nunca adquiera armas nucleares y fomentar la paz y la estabilidad en la región”. Y en el tema de Hong Kong, reafirmaron “la importancia de la Declaración Conjunta Sino-Británica de 1984” y pidieron que “se evite la violencia”.

Seguramente, en Biarritz se alcanzaron medidas positivas. La aparición del ministro iraní de Asuntos Exteriores creó una ventana para futuras conversaciones entre EE.UU. e Irán, y se presionó a Brasil para que actuara ante los incendios en la Amazonía. Sin embargo, cualquier reunión internacional de alto nivel hubiera producido este tipo de acciones solo con facilitar la interacción entre los líderes mundiales.

Muchos han reconocido las deficiencias de la última cumbre del G7. Sin embargo, atraídos por la calamidad como solemos hacer, las evaluaciones se han centrado en el posible colapso del organismo el próximo año, cuando Trump sea el anfitrión y no muestre el mismo interés que ha exhibido Macron para mantener al grupo unido.

Pero esta perspectiva no recoge todas las implicaciones de la cumbre; esta ha señalado un cambio mayor en la gobernanza internacional, que se aleja de la cooperación política concreta para pasar a las declaraciones vagas y a las soluciones ad hoc. Hasta cierto punto, el G20 fue pionero en este enfoque, pero al menos contaba con una visión y una dirección establecidas.

A menos que los líderes evalúen esta tendencia, Biarritz se convertirá en una señal del futuro orden mundial, que no terminará con una explosión, sino con un gemido.

–Traducido, editado y glosado–