Desde el golpe de Estado que dio el pasado 7 de diciembre, Pedro Castillo ha contado, según cálculos de este Diario, con al menos 17 abogados. Los ha tenido de todo tipo. Algunos más estridentes que otros. Algunos más enfocados en defenderlo en la esfera internacional que a nivel interno. Están también aquellos que lo acompañan desde hace varios meses y quienes ejercieron su defensa durante apenas un puñado de semanas. Y no faltan los que tuvieron algún cargo público durante su administración, como los exministros Aníbal Torres y Walter Ayala.
Todos ellos, sin embargo, han logrado en equipo algo que a priori parecía impensable: lucir tan caóticos como el gobierno de aquel al que patrocinan. Ese es, a decir verdad, el único logro que han obtenido en conjunto, porque, hasta el momento, todos y cada uno de los variados –y no pocas veces descabellados– recursos que han presentado ante diferentes instancias del Poder Judicial han sido rechazados. Ni siquiera han sido capaces de urdir una estrategia uniforme para defender a su cliente y, más bien, entre ellos parece haberse establecido la máxima de buscar el mayor protagonismo posible a costa del resto. Un esfuerzo bastante cuestionable, por cierto, pues no olvidemos que, a fin de cuentas, se trata de defender a quien intentó subvertir el orden constitucional y que, una vez que vio sus planes encallar, intentó cobardemente huir a México.
En estos casi siete meses desde el zarpazo de Castillo, en efecto, sus abogados se la han pasado difundiendo una retahíla de alegatos para justificar lo injustificable tan disímiles que resulta imposible tomarlos en serio. El mismo día del golpe, por ejemplo, Víctor Pérez Liendo afirmó que se pretendía procesar a su patrocinado “por meros anuncios de voluntad o intención que no configuran ningún ilícito penal”, refiriéndose a las decisiones de Castillo de disolver el Congreso, reorganizar el sistema de justicia, instaurar un estado de emergencia y gobernar por decreto anunciadas en su mensaje a la nación. Apenas un día después, sin embargo, el letrado Guillermo Olivera se sacó de la manga el recurso de que el expresidente no se encontraba en sus cabales cuando leyó el discurso golpista. “Cuando leyó ese mensaje escrito por otros, unos minutos antes le dieron una bebida y después de beber el agua se sintió como atontado. Por eso es que leyó. [...] Estaba un poco sedado”, afirmó.
Meses después, no obstante, escuchamos al abogado argentino Guido Croxatto contar en una entrevista que Castillo tenía siete discursos diferentes el día del golpe y que optó por leer “el más suave”. Una revelación que echaba por tierra la versión de Olivera y que, para variar, quedó posteriormente desacreditada por su colega Eduardo Pachas, quien afirmó que Castillo leyó el mensaje golpista debido a que se hallaba “con amenazas de muerte hacia su persona”.
Ahora, además, a las diferencias de versiones entre los abogados del exmandatario se han venido a sumar los ataques directos entre ellos. Esta semana, Olivera calificó de “entreguista” al exministro Aníbal Torres por haber firmado, en calidad de defensor legal, el acta de detención de Castillo el día del golpe, y lo acusó de haber desempeñado “un rol teleridigido, un rol encubridor”.
Según fuentes consultadas por este Diario, además, Olivera se habría convertido en el agente discordante en el interior del equipo de abogados del expresidente debido a su afán de “figurar, de ser el jefe”. Y en las últimas semanas ha pasado a fungir de vocero de la estrategia legal –en el sentido, claro está, de que esta exista– del exmandatario, anunciando, por ejemplo, las movidas de abogados de un caso a otro.
Como ya dijimos, el espectáculo que dan los abogados del expresidente termina emulando en muchos aspectos lo que fue su gobierno, y daría risa si no fuera porque estamos hablando de un asunto tan serio como el procesamiento de quien trató de liquidar la democracia peruana. Y el sainete montado por sus defensores legales no debería eclipsar esta verdad incontestable.