Editorial El Comercio

Ayer, en una conferencia de prensa celebrada luego del , el titular de Economía, , confirmó que dejará de ser parte del . Esto, en sus propias palabras, siguiendo un proceso de “renovación natural”, pues el período del exministro de Economía venció el 31 de diciembre pasado (aunque el propio organismo, que consta de cuatro miembros más, solicitó su renovación por otros cuatro años). Según propia definición, el Consejo Fiscal es una “comisión autónoma y técnica del sector público, que fortalece la transparencia e institucionalidad de las finanzas públicas, a través del análisis y seguimiento de las políticas fiscales, su consistencia con el ciclo económico y la sostenibilidad fiscal”. Una tarea fundamental en cualquier país, pero especialmente en el nuestro, donde la tentación política de incurrir en déficit fiscales superiores a los que admite la regla fiscal es permanente.

Según algunas versiones que trascendieron ayer, el que lidera Arista habría decidido en principio acceder al pedido del Consejo Fiscal para que Oliva se mantuviera por otros cuatro años en el cargo que ocupa desde diciembre del 2020. Pese a esto, sin embargo, la decisión final dependía de la Presidencia de la República, que habría sido la que decidió apartarlo.

La resolución del llama poderosamente la atención porque, como se recuerda, Oliva ha sido, en la mejor de las acepciones de la expresión, una piedra en el zapato de este gobierno en lo concerniente al cumplimiento de la regla fiscal, que este año asciende al 2% del . Objetó, por ejemplo, el pago adelantado de utilidades del al Tesoro Público por S/1.000 millones, ordenado en su momento por el titular del MEF, , y lo consideró un maquillaje para disimular el tamaño del déficit del 2023 (2,8%, siendo la meta fiscal de 2,4%). Esto generó una visible incomodidad en el entonces ministro, que, sin embargo, agobiado por ese y otros problemas, dejó el puesto poco después. En tiempos más recientes, Oliva ha aseverado que el debería explicar las transferencias millonarias al –una materia particularmente sensible en medio de las sombras que se ciernen sobre la presidenta a raíz de los “préstamos” de relojes de alta gama de su ‘wayki’ – y ha puntualizado que el Ejecutivo no debería “tirar la toalla” con respecto a la meta del déficit fiscal del 2% para este año. A ello hay que añadir la circunstancia de que, bajo su presidencia, el Consejo Fiscal ha cuestionado otras decisiones del Gobierno y ha emitido un reporte sobre las finanzas públicas de la y los riesgos que entraña el considerable endeudamiento al que aspira.

Así las cosas, la tentación de asociar esta negativa a dar luz verde a la continuidad de Oliva en la importante entidad que nos ocupa con la vocación hace tiempo registrada en por barrer bajo la alfombra todo cuestionamiento que pudiera hacer zozobrar las pretensiones de sostener el ‘statu quo’ político y consecuentemente su permanencia en el poder hasta el 2026 es enorme. La idea de que la mejor manera de desactivar una mala noticia es simplemente taparse los oídos –o, peor todavía, castigar a quien se atreva a portarlas– es, como se sabe, tan antigua como ineficaz. Las malas noticias acaban siempre por alcanzar a quien conciernen, con consecuencias negativas mucho mayores que aquellas que se advertían cuando se emitió la primera voz de alerta. No olvidemos, por ejemplo, que la semana pasada el propio ministro Arista ya anunció que este año el tampoco llegaría a cumplir la regla fiscal del 2%, lo que podría poner en riesgo la capacidad de nuestro país para endeudarse.

En ese sentido, al decidir no renovar a Carlos Oliva en el Consejo Fiscal, el Gobierno ha optado por prescindir de una voz tan crítica como incómoda. Hacer oídos sordos a lo que tanto él como el resto de los miembros del Consejo Fiscal vienen indicando periódicamente acerca de la transparencia e institucionalidad de las finanzas públicas en el país es una mala señal.

Editorial de El Comercio

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