Editorial El Comercio

Anoche, anunció que había presentado su renuncia a la presidenta , dos días después de que “Panorama” revelara un audio en el que se lo escucha hablando con Yaziré Pinedo, la joven que consiguió dos contratos con el Ministerio de Defensa en el 2023 que la Contraloría General de la República calificó como irregulares, en términos que excedían el ámbito profesional. Hay que decir, sin embargo, que hasta el final defendió que no había ocurrido ninguna contratación irregular y atribuyó todo el escándalo a un supuesto complot en el que estaría involucrado nada menos que el expresidente Martín Vizcarra.

Es cierto, como hemos dicho antes, que todo este episodio todavía arrastra varias interrogantes que seguramente se despejarán conforme avance la investigación que el Ministerio Público ha abierto al respecto. Pero también es verdad que una cosa es la responsabilidad penal y otra muy distinta, la política. Y que, para los intereses políticos del señor Otárola, todos los detalles que se conocen del caso hasta ahora convertían su continuidad en el cargo en un pasivo insoslayable para el Gobierno al que ha acompañado desde sus inicios.

En ese sentido, aunque tardó dos días, es saludable que la crisis se haya saldado con su salida del cargo y, si bien el silencio de la presidenta Dina Boluarte desde que estalló el escándalo no ha sido lo más adecuado, al final fue positivo que ordenara su regreso inmediato al país la misma noche del domingo, para acelerar este desenlace. Ahora, no obstante, le toca una tarea mucho más apremiante: elegir al sucesor de Otárola que ha sido, en los 15 meses que lleva su gobierno, uno de sus funcionarios más cercanos y quien hasta esta semana parecía insustituible. Pues, para bien o para mal, esta elección marcará el rumbo que seguirá su gestión, una que, no conviene olvidar, es aprobada por apenas uno de cada diez peruanos, según la última encuesta de Datum-El Comercio.

Y hay dos atributos que la mandataria debería priorizar en esta designación: la ausencia de cuestionamientos y los reflejos políticos, curiosamente las dos razones por las que sus hasta ahora dos presidentes del Consejo de Ministros –Pedro Angulo y Alberto Otárola– tuvieron que dejar sus cargos en sus respectivos momentos. Sobre lo primero, porque, dado que ella misma carga con una serie de cuestionamientos de su propia cosecha, rodearse de personas con problemas solo debilitará aún más su administración. Recordemos que, lo quiera reconocer o no, el propio Otárola ha desgastado al Ejecutivo, pues se mantuvo en el cargo pese a que contaba con dos investigaciones abiertas en la fiscalía desde octubre pasado: una por las muertes durante las protestas posteriores al golpe de Estado de Pedro Castillo y otra por la contratación de Rosa Rivera –quien, como Pinedo, también visitó al ahora exjefe del Gabinete Ministerial en su despacho antes de contratar con el Estado– en Devida.

Y, sobre lo segundo, porque es evidente que la señora Boluarte carece de la muñeca y los reflejos políticos necesarios y que, en ese sentido, un presidente del Consejo de Ministros políticamente solvente podría darle a su gestión un renovado impulso de cara a los próximos meses. La renovación del Gabinete, asimismo, debería ser aprovechada por la mandataria para evaluar cambios que se caen de maduros en otras carteras, como la del Interior, donde el ministro Víctor Torres Falcón viene enfrentado una serie de críticas por los altos niveles de inseguridad ciudadana y contra el que, además, se han presentados dos mociones de interpelación en el Congreso.

Así las cosas, la elección del sucesor de Otárola debe hacerse bajo una profunda reflexión. La estabilidad del Gobierno dependerá en buena cuenta de este nombramiento.