Un día como hoy de 1974, el régimen de Juan Velasco Alvarado perpetró el peor atropello contra la libertad de prensa en la historia del Perú: en una sola jornada, y mediante el despliegue de soldados pertrechados con ametralladoras, expropió “La Prensa”, “Correo”, “Ojo”, “Última Hora” y este Diario, creando lo que con los años pasaría a conocerse como “una prensa parametrada”; es decir, una prensa servil a los intereses de la dictadura o, en otras palabras, una prensa que no es prensa.
La confiscación de los diarios no fue un suceso aislado. Representó apenas el punto más álgido de una ofensiva permanente que Velasco Alvarado y sus lugartenientes emprendieron contra el periodismo prácticamente desde que llegaron al poder. Al año siguiente del golpe, por ejemplo, vio la luz el Estatuto de Prensa, que no era otra cosa que una herramienta para intervenir y debilitar a los medios. En 1970, se promulgó la Ley del Periodista con el mismo objetivo, y el 4 de marzo de dicho año fueron expropiados los diarios “Expreso” y “Extra”. En 1971, les llegó el turno a los canales de televisión y a las emisoras radiales con la Ley General de Telecomunicaciones. Todo esto, mientras los militares intervenían publicaciones como la revista “Caretas” y deportaban a periodistas como Enrique Zileri, Eudocio Ravines, Manuel D’Ornellas y muchos otros que sufrieron innumerables vejámenes. Fueron años nefastos para la libertad de expresión.
La infamia duró seis años y fue corregida solamente cuando el país volvió a la democracia con Fernando Belaunde, en 1980. Pero las ideas que la inspiraron continúan vigentes entre quienes creen que la prensa merece ser acallada y castigada a través de leyes, denuncias, portazos, patadas y a veces también balazos. De esos hay muchos y, lamentablemente, cada vez actúan con menor pudor.
Medio siglo después de la confiscación de medios, en efecto, las agresiones a la prensa no han cesado en nuestro país. Estas se expresan, por ejemplo, en las leyes que cada tanto promueven grupos de congresistas para endurecer las penas por los llamados “delitos contra el honor” (calumnia, difamación e injuria), para castigar a los periodistas –o a sus fuentes– por publicar información reservada pero de interés público, para obligar a la colegiatura de quienes trabajan en el sector, para usar la publicidad estatal como mecanismo de premio o castigo a un medio, etc.
Pero también se expresan en un juez que abre un proceso contra un periodista, pisoteando toda la jurisprudencia conocida que protege y garantiza este oficio; en un gobernante que se niega a declarar ante determinados reporteros o que los agrede a través de sus escoltas; en mafias que amenazan a hombres y mujeres de prensa por sus investigaciones, entre muchos otros. Apenas esta semana hemos visto que la madre del periodista de “Panorama” Iván Escudero fue secuestrada en Huaraz como represalia por sus trabajos. Y no hace mucho que un grupo de ronderos mantuvo cautivos a dos colegas de “Cuarto poder”, Eduardo Quispe Palacios y Elmer Valdivieso, en Cajamarca, con la finalidad de que el canal se viera forzado a rectificarse por la emisión de un reportaje.
Con facilidad se olvida que, cuando el periodismo se convierte en la diana, los ciudadanos terminan siendo los principales afectados. Esto porque todo atentado contra la prensa es en última instancia uno contra la libertad de la ciudadanía de estar informada. Durante los 12 largos años que duró el gobierno de las Fuerzas Armadas, y especialmente a partir de julio de 1974, los peruanos recibieron solo aquella porción de realidad que la dictadura quisiera que conociesen, aquella filtrada para crear títeres en vez de ciudadanos. Fue un período de oscuridad que nunca debe regresar, y que debe advertirnos sobre todos aquellos que hoy continúan tratando de ponerle trabas a la labor periodística por todos los caminos posibles.