(Foto: Archivo).
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Editorial El Comercio

Tres informes periodísticos (dos de IDL-Reporteros y uno del programa “Panorama”) divulgados en los últimos días han producido un remezón en el sistema de justicia del país que ha puesto sus peores flaquezas al descubierto y cuyas réplicas continuaremos sintiendo de seguro por tiempo indefinido. En ellos se escuchan las conversaciones telefónicas de muy notorios representantes de ese sistema negociando favores, posiciones dentro de su estructura y hasta sentencias, con la escalofriante tranquilidad de que lo que piden y ofrecen es perfectamente normal dentro de una dinámica a la que todos se someten o, peor aun, contribuyen.

Con cargo a que los audios deben pasar aún por un peritaje, el escándalo alcanza, en distintos grados, al presidente de la Corte Superior del Callao, Walter Ríos; al presidente de la Segunda Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema, César Hinostroza; y a tres integrantes del Consejo Nacional de la Magistratura (), incluido su ex presidente, Guido Aguila (aunque en su caso, el problema está suscitado por alusiones a él y no por el registro de su voz).

Las reacciones en el Ejecutivo, en el Congreso y en el propio sistema judicial, por supuesto, no se han hecho esperar. Y, al tiempo de exigir investigaciones y sanciones ejemplares, ha habido también quienes han llamado la atención sobre el hecho de que el material difundido demuestra que la práctica de las grabaciones subrepticias a funcionarios de todo nivel sigue alarmantemente vigente entre nosotros, lo que es rigurosamente cierto. Pero, como en otros casos con un origen similar, la dimensión de la inmoralidad que esos registros revelan no puede ser soslayada por el problema que supone la forma en que fueron obtenidos. Investigar y sancionar una cosa no debe impedir hacer lo propio con la otra.

Un asunto particular en las grabaciones, sin embargo, es el que en nuestra opinión, a pesar de su naturaleza aparentemente secundaria, no debe pasar desapercibido. Nos referimos a la prueba que estas aportan de la existencia de una auténtica retórica para el pedido y obtención de los ‘favores’ que se intercambian en la oscura red ahora expuesta a la luz.

Todas las personas que participan de las conversaciones registradas dan señales de estar habituadas al código de eufemismos que rige el furtivo ‘quid pro quo’ en el sistema de justicia, pero ninguna lo expresa de manera tan cabal como el juez Walter Ríos. De sus intervenciones podría extraerse, en efecto, un glosario de giros y sentencias que condensan pasmosamente los antivalores que están en juego en la perversa red de influencias que nos ocupa.

Desde los “hermano lindo” o “Ivancito de mi corazón” con los que inicia algunos de sus diálogos hasta axiomas como “sirve a la gente que después te va a servir”, “por si acaso, no entran los mejores, sino los mejores amigos” o “estamos para apoyar” con los que corona sus discursos persuasivos, todo apunta a un repertorio de recursos muy perfeccionado –una retórica, como decíamos antes– que solo se explica a partir del uso frecuente y sostenido a lo largo del tiempo de ese lenguaje. Es decir, a partir de una tradición.

Y es esa pavorosa comprobación lo que nos pone delante de la verdadera medida de este problema.

En los próximos días escucharemos seguramente exigencias perentorias de que algunos de los funcionarios involucrados en este escándalo, o todos ellos, sean removidos de sus puestos. Y es probable que, en más de un caso, la exigencia se cumpla. Pero es evidente que nada de eso constituirá una auténtica solución a la situación de podredumbre en el sistema de justicia que ahora ha salido a la superficie.

Lo que tenemos es una red o, mejor dicho, un tejido necrosado; y una circunstancia así, ya se sabe, no se supera con pequeñas intervenciones quirúrgicas aquí y allá.

Lo revelado por los reportajes del fin de semana requiere una cirugía mayor y una reforma total. Y si la resistencia política que tal cosa suscita entre los directamente interesados ha funcionado como un disuasivo para emprenderla en los últimos gobiernos, el escándalo que ahora estamos conociendo ofrece la oportunidad para acabar con esas resistencias y acometer, con el apoyo de la opinión pública, esa tarea largamente postergada. No podemos esperar más.