Editorial El Comercio

Algunos ataques en contra del son injustificados. Cuando, por ejemplo, se les llama, despectivamente, componenda o repartija a los esfuerzos legítimos por alcanzar consensos difíciles entre varias bancadas, en realidad se está desconociendo la naturaleza más esencial de un órgano deliberativo. Con 130 representantes legislativos, no hay otra manera de llegar a acuerdos más que intercambiando y negociando posiciones. Y aunque en ocasiones los resultados de los consensos dejen un mal sabor de boca, las tres opciones alternativas –el desgobierno, la parálisis o la autocracia– son tanto peores.

Esta reflexión, sin embargo, está lejos de ser una carta blanca para que los legisladores puedan distribuir sus cuotas de poder sin consideraciones profesionales o éticas. La reciente elección de presidentes y miembros de las del Congreso para el período legislativo que recién inicia es un buen ejemplo de esto último. A inicios de semana, desde este Diario advertimos que solo cuatro comisiones ordinarias del Congreso son presididas por un legislador con perfil técnico adecuado para el cargo. Ahora, un análisis reciente de la composición de las comisiones apunta a que son 15 los vicepresidentes o secretarios de grupos de trabajo que registran investigaciones, incluyendo a cinco de los acusados por recortar sueldos a sus trabajadores.

Si bien se tuvo por lo menos la coherencia de no colocar a Digna Calle (Podemos Perú) en la Comisión de la Mujer debido a que está fuera del país desde enero, ni a Heidy Juárez (Podemos Perú) en la Comisión de Ética debido a su investigación por la apropiación ilícita de sueldos, las bancadas no han tenido mayor escrúpulo en nombrar a colegas con serias imputaciones en altos niveles de responsabilidad del Legislativo. Estas comisiones, como se resalta en un informe publicado hoy en El Comercio, tienen la enorme tarea de volver a encaminar la agenda legislativa en asuntos de seguridad ciudadana, justicia y derechos humanos, reforma constitucional, entre varios otros.

Ante las críticas, una línea de defensa ensayada es que los parlamentarios en cuestión no han sido hallados culpables hasta el momento y, por lo tanto, legalmente mantienen los privilegios de su investidura. Eso es cierto, pero obvia que esta no es una discusión legal, sino política y ética. Como sucede en cualquier organización, las sospechas fundadas de actividades ilícitas deben derivar en menos responsabilidades temporales para los acusados mientras duren las investigaciones y de ninguna manera en más. Otra línea de defensa argumenta que, dado el número de comisiones y la cantidad limitada de integrantes de cada bancada, era muy difícil no incluir a los involucrados. Este razonamiento es aún más pueril. Quiere decir, en otras palabras, que algunas bancadas tienen a demasiados congresistas comprometidos para el nivel de responsabilidad política que les corresponde.

Las consecuencias de esta permisividad son varias. La primera es que empodera a los acusados –entre quienes se hallan ‘mochasueldos’, investigados en la trama de ‘Los Niños’ y otros imputados– frente a los órganos de justicia y frente a sus colegas, responsables de sancionarlos. Ello les otorga mayor margen de maniobra. La segunda es que encarga la conducción de instancias vitales para el funcionamiento del Legislativo a personas que estarán, previsiblemente, más preocupadas de salir libradas de sus procesos que de la legislación laboral, social o educativa a su cargo.

Y la tercera, pero no menos importante, es el mensaje que transmite: que en este Congreso les importa poco a sus integrantes si algún colega suyo ha cometido un crimen o no. Una afrenta a la ciudadanía que de ninguna manera deberíamos aceptar en silencio.

Editorial de El Comercio